OPINIÓN

Infiernos gemelos: cuando el comunismo y el fascismo se dan la mano

por Dayana Cristina Duzoglou Dayana Cristina Duzoglou

Al adentrarnos en el estudio de las ideologías que han marcado el devenir de la humanidad, nos enfrentamos a dos sombras imponentes que se alzan hostiles en cada flanco del espectro político: el comunismo y el fascismo. Estas doctrinas, con sus rostros endurecidos por dogmas inflexibles, son más que simples corrientes de pensamiento; son la encarnación de una sed de autoridad sin límites, que han sumergido a la humanidad en las profundidades de un abismo donde no llega la luz. Con promesas de paraísos terrenales, han cosechado infiernos de desesperación, cementerios de sueños donde la libertad individual y la disidencia se marchitan bajo el frío yugo de su dominio tiránico.

Son hermanos en sangre, nacidos de un linaje férreo que transciende la mera dicotomía de derecha e izquierda, para fusionarse en un abrazo tiránico que estrangula la diversidad de pensamiento y aplasta bajo su talón de hierro la disonancia de la crítica. Con cada paso que dan sobre el suelo de nuestra historia común, el comunismo y el fascismo dejan una estela de terror, el legado mudo de generaciones que vieron sus esperanzas desmoronarse en las garras del Estado todopoderoso.

Hoy en día, los horrores de estas ideologías siguen acechándonos y por eso no podemos bajar la guardia frente a los ecos de estas doctrinas.

Es importante desentrañar la naturaleza narcisista y autocrática de estas ideologías, reconociendo que su amenaza persiste, a menudo enmascarada bajo el celofán de la retórica populista o la propaganda estatal.

Fascismo y comunismo: adoración estatal y purgas étnicas

El fascismo y el comunismo se distinguen por una adoración fanática al Estado, erigido como un ídolo falaz que reclama devoción ciega. La individualidad se disuelve en su sombra, mientras que el disenso se castiga con la furia de su ira divina. En los altares de Stalin y Hitler, la humanidad fue sacrificada en nombre de una lealtad grotesca a los falsos dioses de hierro y fuego.

Estos regímenes, al enarbolar banderas de redención social y racial, no dudaron ni dudan en erigir monumentos al horror en su afán por erradicar a aquellos que consideraron indignos. El Holocausto, implementado por la maquinaria nazi, arrebató sistemáticamente la vida a cerca de seis millones de judíos, además de millones de otros grupos como gitanos, discapacitados y disidentes políticos, en un acto de genocidio que buscaba una purificación étnica basada en una ideología de odio racial. Esta atrocidad fue llevada a cabo mediante una logística meticulosa que incluía la utilización de campos de exterminio y cámaras de gas, diseñados para la ejecución masiva y la eficiente «solución final» al «problema judío».

Por otro lado, el comunismo soviético instauró los gulags, un extenso sistema de campos de trabajo forzado donde «enemigos del pueblo», desde disidentes políticos hasta miembros de clases consideradas hostiles como los kulaks, eran sometidos a trabajos inhumanos en condiciones extremas, lo que llevó a la muerte de millones. Estos no eran solo centros de detención, sino también herramientas de un Estado que buscaba reeducar, a través del trabajo forzado y la represión, una manifestación clara del desprecio por la vida individual y los derechos humanos fundamentales.

En la actualidad, los campos de reeducación para uigures en China son un ejemplo de ese sistema atroz. Bajo el pretexto de combatir el extremismo, el gobierno chino ha encarcelado a más de un millón de uigures y otros grupos étnicos minoritarios en estos centros, donde se les somete a adoctrinamiento político forzado, trabajo forzado, tortura y violaciones generalizadas de los derechos humanos. Esta campaña de represión cultural y religiosa constituye uno de los mayores atropellos contra los derechos humanos en el mundo actual.

Regímenes neototalitarios: fascismo y neocomunismo

Las manifestaciones contemporáneas del autoritarismo, aunque adoptan nuevas etiquetas y se envuelven en la capa de la legitimidad electoral o revolucionaria, siguen compartiendo la esencia venenosa de sus predecesores. En el siglo XXI, es posible observar cómo naciones como Corea del Norte, bajo la dinastía Kim, han perpetuado una forma de neocomunismo extremo, donde la idolatría al líder y la cohesión ideológica se mantienen mediante un sistema hermético de control y represión. Los campos de concentración, como el tristemente célebre Campamento 14, continúan siendo espacios de terror donde se violan sistemáticamente los derechos humanos.

En el caso de China, el Partido Comunista, bajo la reciente consolidación de poder de Xi Jinping, ha intensificado la vigilancia y la censura en la era digital, aplastando las protestas en Hong Kong y reforzando su política de asimilación y reeducación forzada en regiones como Xinjiang, hogar de la minoría musulmana Uigur. A través de la implementación de sistemas de crédito social y vigilancia masiva, China está configurando un prototipo de autocracia tecnológica del siglo XXI.

En Rusia, bajo Putin, se han retomado tácticas autoritarias disfrazadas de nacionalismo, con un férreo control de medios. Disidentes como Navalny han sido encarcelados o envenenados. Rusia reprime la libertad de expresión y ataca a comunidades LGBTQ+, minorías étnicas como chechenos, periodistas independientes, manifestantes y activistas de derechos humanos, recordando las represivas tácticas del fascismo.

Mientras tanto, países como Venezuela bajo la presidencia de Nicolás Maduro han mostrado cómo el neocomunismo puede derivar en un autoritarismo que destruye económica y socialmente a una nación, utilizando herramientas como la coacción electoral, la manipulación de las instituciones democráticas y la militarización de la sociedad para mantenerse en el poder.

Estos son ejemplos palpables de cómo los neorregímenes totalitarios siguen atacando el liberalismo, evidenciando el temor a la independencia intelectual y la pluralidad política. La represión de la disidencia intelectual no es solo una estrategia política sino también un síntoma claro del miedo que los sistemas autoritarios tienen a las ideas que pueden socavar su dominio absoluto.

Conclusión

El comunismo y el fascismo no son meras ideologías fallidas del pasado. Son amenazas latentes que resurgen una y otra vez, camufladas bajo nuevos ropajes. Detrás de sus pretensiones revolucionarias o nacionalistas, se esconden los mismos demonios totalitarios: la aniquilación de la disidencia, el culto a la personalidad alrededor de líderes casi mesiánicos, y la supresión de la oposición bajo un Estado totalitario que niega los derechos individuales.

No nos engañemos, estas ideologías fratricidas no son más que dos caras de la misma moneda sanguinaria. Tanto el comunismo como el fascismo alientan la demonización y el exterminio de cualquier grupo considerado enemigo, ya sea una clase social o una minoría étnica, y ambos manipulan la economía dirigida por el Estado y utilizan propaganda y control de la información para consolidar su poder. Su legado es un mar de tumbas y un horizonte teñido de cenizas humanas.

Ante esta realidad brutal, no podemos permitirnos bajar la guardia. La libertad se defiende cada día, frente a quienes pretenden imponernos ídolos terrenales que reclaman adoración ciega. Recordemos esta sentencia: el fascismo y el comunismo son los cánceres gemelos que devoran a las sociedades desde adentro, arrasando con todo a su paso hasta consumir la llama de la dignidad humana.

X: @dduzoglou