Ineludible. Tal fue el adjetivo utilizado por Raquel Gamus en referencia a la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y su viaje relámpago a nuestro país, atendiendo a una invitación de Nicolás Maduro. En la entrada correspondiente a ese vocablo, el Diccionario de la Real Academia asienta esta definición: Que no se puede eludir. Un tanto menos tonta y sucinta, mas igualmente perogrullesca ‒No susceptible de ser eludido o evitado‒, la acepción del María Moliner es acompañada de dos sinónimos: insoslayable y el tautológico inevitable. Y, sí, la fugaz visita de médico (es su profesión) de Michelle Bachelet, quien por fin movió las nalgas como le solicitó Miguel Bosé y se apersonó en el cotarro, es tema ineludible, insoslayable o inevitable por la estela de cometarios dejada tras su paso por nuestra tierra de gracia y el diagnóstico sobre la crónica y poliédrica crisis que nos afecta; diagnóstico no publicado, aunque presentido por quienes vieron en ella a una suerte de réferi en el pugilato entre el régimen de facto y el gobierno interino, y sentenciaron un empate (¿tongo?) concedido por el arbitraje, a fin de quedar bien con Dios y con el Diablo. Esta apreciación es derivada del credo socialista de la ex presidente austral y la automática solidaridad debida con gobernantes de su mismo signo ideológico, recomendada por la internacional correspondiente; sin embargo, el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, y el ex mandatario español Felipe González, socialistas ambos, criticaron acerbamente a su compañera de ruta: el primero cuestionó, en el marco de la cuadragésima novena asamblea general del foro continental efectuada en Medellín, su postura respecto a las sanciones impuestas a personeros del (des)gobierno madurista, y recomendó remitir los testimonios por ella recibidos a la Corte Penal Internacional, «en el contexto de las denuncias sobre crímenes de lesa humanidad»; el segundo, escamado por el carácter tempodilatador de diálogos y negociaciones, reprochó las ambiguas declaraciones de «su amiga» y estimó improcedente el desarrollo de su misión, rechazando de plano «el comercio de la carne humana» ‒alusión a los presos liberados por Maduro, caramelito de cianuro dirigido a intoxicar el juicio de su huésped‒, pues, «uno debe ser mucho más claro y exigente en la defensa de los principios democráticos y los derechos humanos».
Superó en rotundidad y firmeza al veterano político andaluz la eurodiputada liberal Beatriz Becerra, vicepresidente de la Subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo, quien catalogó de vergonzosa la actuación de Michelle Bachelet por haber ido a Venezuela «a blanquear la tiranía […] llamando presidente al usurpador y gobierno a sus secuaces»; y, un tantillo intemperante, la instó a abandonar el cargo: «Antes de destruir del todo el capital de credibilidad, determinación y confianza aquilatado por sus predecesores en la ONU, ¡váyase!». Por estos lados, de acuerdo con un pulso de opinión publicado por El Pitazo, también hay discrepancias en el balance del «paseo prefabricado de la «burócrata internacional de empinadísimos coturnos»: mientras el chavismo aplaude monolíticamente su tibieza, la oposición se divide entre quienes aguardan el informe de rigor y los que vieron en la breve pasantía un reconocimiento a la autoridad de Maduro y un revés para Guaidó. En todo caso, hubo, a fe mía, demasiado ruido y escasísimas nueces; no obstante, dejar al país sin bulla ni cabuya no convenía ni convencía al falsario de Miraflores, no cuando la gente esperaba su acostumbrada dosis, si no de pan, al menos de circo militar con una limosnita por el amor de Chávez incluida. Es, desde luego, ineludible, insoslayable e inevitable examinar las causas de la suspensión de la tradicional guachafita del día del ejército.
Por lo visto no había real pa’eso y entonces cancelaron jolgorios y postergaron el reparto del óbolo patriótico. Se metieron a la vez con el santo y sus cobres de mendicante. Efectos, se conjetura, de un salvaje paquetazo neoliberal en marcha a la chita callando. Metamos ruido, recomendó un especialista en el montaje de olla. Apenas se marchó la chilena a otra parte y con su cueca a cuesta, desvelaron una fantasiosa conjura de la derecha venezolana ‒¡otra más y van no sé cuántas!‒, en connivencia con agentes (sic) colombianos, norteamericanos e israelíes con la intención expresa, manifiesta y perversa de asesinar a Nicolás, Cilia, Diosdado y Bernal, bombardear La Carlota y el Palacio de Miraflores, asaltar la bóveda del Banco Central de Venezuela, a fin de financiar actos terroristas a perpetrase el 23 y el 24 de junio pasados, y liberar al degradado general en jefe Raúl Isaías Baduel, a fin de nombrarle presidente de la República. La rocambolesca aventura, apoyada por la administración Trump, fue narrada al caletre (o mal leída en un telepronter) en cadena televisual por el teniente Carlos Eduardo Lozada en video presentado, en calidad de prueba del hipotético golpe de Estado, por el frenópata vicepresidente sectorial de la comunicación, turismo y cultura, Jorge «Pinocho» Rodríguez. Los arrestos y secuestros no se hicieron esperar. Militares retirados y civiles pagapeos fueron a dar a las tumbas y mazmorras escarlatas (¿se habrá enterado la doña?). Así, la dictadura preparó el terreno para caerle a cobas a Hassine Abassi, integrante del Cuarteto de Diálogo Nacional Tunecino y premio Nobel de la Paz 2015, y proseguir dándole largas a una entrega del coroto honorable y civilizada: «Es más fácil engañar a la gente que convencerla de que ha sido engañada». Lo dijo un gringo jodedor, Samuel Langhorne Clemes, a quien usted seguramente leyó y conoce como Mark Twain.
Un complot de semejante magnitud, planificado ¡hace más de un año! y, de acuerdo con los fabuladores de la desestabilización, bajo el tenaz y meticuloso espionaje de la siniestra Gestapo cubana, G-2, porque en el Sebin no se puede confiar, justificaría el temor a un bis de lo ocurrido el 6 de octubre de 1981 durante un desfile militar en El Cairo, donde perdió la vida el presidente egipcio, Anwar el Sadat, ametrallado por sus propios soldados. ¿Desgracia? ¿Tragedia? ¿Catástrofe? Depende del cristal a través del cual miremos.
Benjamin Disraeli (1804-18819) fue dos veces primer ministro del Reino Unido. Su paso por la política estuvo jalonado de flemáticos comentarios del tipo Cuando necesito leer un libro, lo escribo o La juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento. De él se cuenta, anécdota tal vez apócrifa, que, interrogado sobre la diferencia entre desgracia y catástrofe, habría respondido con una boutade dirigida a escarnecer a su mayor adversario político, William Ewart Gladstone: Si este cayese al Támesis, sería una desgracia. Si llega a salvarse, sería una catástrofe. El deceso de Chávez fue, para la revolución bonita, una trágica incidencia; su trasmigración a Maduro ha sido catastrófica. Y esto no era ineludible, insoslayable o inevitable. Bastaba con poner pies en tierra y anteponer la razón a las emociones. Y esto es todo o casi todo por hoy, final de mes y de semestre, cuando se celebra el Día Internacional del Parlamentarismo con unos 30 diputados democráticos encarcelados, desterrados, enconchados o refugiados en embajadas. Asimismo, se festeja el Día Internacional del Asteroide. Ineludible, insoslayable e inevitable desear cayese uno sobre ustedes saben quién. Un infortunio si pereciese. ¿Un milagro si sobreviviese? ¡De ninguna manera! Se trataría de una calamidad descomunal, apocalíptica.