OPINIÓN

Indígenas, minorías y prejuicios: historias de nunca acabar

por Horacio Biord Castillo Horacio Biord Castillo

Los prejuicios sociales son conceptos o ideas preconcebidas que forman parte de ideologías colectivas. Desmontarlos o incluso luchar contra ellos de manera individual resulta una tarea ardua y prolongada, semejante a luchar con un monstruo de mil cabezas. En parte, esa dificultad se debe a su profundo arraigo y a su carácter no consciente, producto muchas veces de herencias cognoscitivas o epistemológicas incorporadas a la manera como los seres humanos percibimos el entorno, tanto físico como social. En muchas ocasiones esos prejuicios, a su vez, son reforzados por la transmisión familiar de valores y opiniones y por la educación formal, que insiste en ellos y los legitima como supuestos conocimientos y visiones “científicas” y, por tanto, deseables.

Por si fuera poco, muchos prejuicios tienen un origen cultural relacionado con la interpretación que cada sociedad hace de ciertos usos y costumbres, propios o ajenos, y asimismo de otros grupos humanos. Es el caso, por ejemplo, del etnocentrismo, que puede considerarse en mayor o menor medida un universal cultural. Muchos de esos prejuicios se reproducen dentro de un grupo sometido a una condición subalterna. Así tenemos fenómenos de endorracismo, machismo, autodiscriminación y autocolonialismo. En esos casos, los valores despectivos se asumen como comportamientos solidarios con las ideologías dominantes. Son el resultado de una gran vergüenza (étnica, cultural, lingüística o de cualquier tipo) y la fortalecen. Luchar contra esos prejuicios no resulta nada fácil, en consecuencia.

En parte, expresiones radicales o fundamentalistas del nacionalismo y del patrioterismo o exacerbación frente a la alteridad cultural, conocida con el término de chovinismo (del francés chauvinisme), contribuyen a mantener, reproducir e incrementar prejuicios sobre diversidad social, cultural y lingüística. Muchas veces esos prejuicios se manifiestan como formas de odio, ya sea social, étnico o racial, religioso, lingüístico, sexual e ideológico, para citar algunas manifestaciones. Esos odios o fobias, nacidos de la intolerancia y la incomprensión social, pero también individualmente expresada, han sido y siguen siendo causa de mucha violencia, a veces simbólica, otras también física que puede llegar a extremos como la persecución y eliminación étnica o genocidio. En el siglo XX destacan el genocidio armenio de principios de la centuria y el Holocausto que significó la muerte de millones de judíos, pero también de católicos, gitanos, homosexuales, personas con discapacidades o no identificadas dentro del estereotipo de la pretendida pureza aria. Tampoco se puede olvidar la discriminación racial en los Estados Unidos y el régimen del apartheid en Sudáfrica. Más recientemente, en el siglo XXI, han causado alarma el fundamentalismo islámico y el Gran Califato o Estado islámico. A ello se suman las dinámicas étnicas que empiezan a gestarse principalmente en Europa, aunque también los Estados Unidos, con grandes cargas de racismo y odio social.

Los efectos de los prejuicios sociales actúan, sin embargo, por decirlo de alguna manera, como monedas de doble cara: un mismo grupo puede ser víctima y victimario, al igual que una persona individualmente considerada. Esta duplicidad o ambigüedad de las consecuencias de los prejuicios lleva en ocasiones, mediante el resentimiento y el radicalismo, a hacerlos aún más fuertes. En algunos países, por ejemplo, unos grupos pueden ser minorías y objetos de desprecio, pero en otros constituyen mayorías o estamentos de poder y pasan a ser ellos quienes ejercen distintos tipos de comportamientos violentos hacia otros grupos sociales. Una y otra actitud se refuerzan recíprocamente. En el caso del fundamentalismo islámico, que no debe confundirse con todos los sectores del islamismo, ese desprecio va aunado a una interpretación religiosa excluyente. Lo mismo ha sucedido en algunos momentos de la historia con procedimientos llevados a cabo por cristianos (en la conquista de América, verbigracia), a pesar de haber sido víctimas de persecuciones durante los primeros siglos del cristianismo y aún en la actualidad, en algunos lugares y regiones del planeta.

Igual pasa con grupos que reafirman sus derechos tras habérseles negado secularmente. Ejemplos de ello podemos encontrar entre defensores a ultranza de la equidad de género o de la diversidad sexual, que entonces tienden a una exclusión al revés como también puede ocurrir un racismo al revés. Se puede entender que tales actitudes se corresponden con “momentos de reafirmación” de un grupo sometido a la exclusión o al escarnio. Lo ideal, no obstante, es la prevalencia de la moderación y la ecuanimidad, por aquello que sugiere la sabiduría popular con el refrán de “lo que es bueno para el pavo, es bueno para la pava”.

No hay nada más contradictorio que alguien que haya sufrido discriminación o diversas maneras de violencia por su condición, generalmente “minoritaria”, sea cual fuere (étnica, religiosa, fenotípica, lingüística, de género, de orientación sexual), llegue a segregar, negar, distorsionar o incluso a perseguir a grupos o personas excluidas.

A lo largo de mi vida, y no solo ni estrictamente en mi carrera profesional, he visto con gran preocupación, desde mi adolescencia inclusive, cómo se proyectan sobre las poblaciones indígenas diversos estereotipos y prejuicios que concluyen en la negación de la diversidad sociocultural y lingüística y en la escasa valoración o poco aprecio de los pueblos indígenas.

Citaré varias anécdotas que me han hecho reflexionar sobre estos prejuicios, aunque algunas en su momento me desconcertaron, y parecen historias de nunca acabar. Muchas de esas preconcepciones son ideas provenientes de lo que pudiéramos considerar personas de un gran cultivo intelectual. Alguien de brillantes dotes me dijo que no perdiera mi tiempo interesándome por las lenguas indígenas, sino que estudiara latín o griego, que eran las lenguas clásicas y temas que en sí mismos me reservarían un gran futuro académico. Un profesor, tras declararle mi interés por la etnohistoria durante mis estudios de maestría en historia, me sugirió que me dedicara a algo más importante. Un colega, a quien no pude nunca convencer de lo contrario, argumentaba que en un curso de historia de Venezuela el dedicarle muy pocas o ninguna atención al pasado precolombino era lógico, pues en su opinión tal período de entre 18.000 y 20.000 años carecía de relevancia para la Venezuela “moderna”. Más recientemente un profesional universitario me volvió a terciar que los indígenas no tenían ninguna o solo una insignificante importancia histórica y me emplazó casi a probarle lo contrario, aunque en vano traté de decirle que a partir de la conquista europea los procesos históricos de América y Europa se habían unificado y que los aportes indígenas, materiales e inmateriales, a nuestras sociedades y el mundo no eran deleznables. “No hay peor ciego que quien no quiere ver”, vuelve a auxiliarnos la sabiduría popular, o como solía repetir un viejo profesor de filosofía “más vale un burro negando que Aristóteles afirmando”.

Roy Preiswerk y Dominique Perrot en su libro Etnocentrismo e historia (América indígena, África y Asia en la visión distorsionada de la cultura occidental) (México, Nueva Imagen, 1979, Serie Interétnica) lograron documentar cómo en la muestra de manuales escolares de todos los países(en las décadas de 1960 y 1970), la llamada historia universal no era más que una perspectiva eurocéntrica de los procesos sociales de la humanidad, siempre subordinada a los horizontes civilizatorios europeos y mediterráneos, para incluir a los de la antigüedad clásica. De esa forma, la educación formal contribuye a reforzar los prejuicios sobre los pueblos indígenas y otras muchas poblaciones locales en todos los continentes.

Abogar por los aportes indígenas de los amerindios, en un contexto de visiones prejuiciadas, es una tarea compleja y difícil, al igual que la posibilidad de reconocernos en los aportes culturales aborígenes que no solo perduran sino que nos constituyen, caracterizan y enriquecen, pese a la invisibilidad social a la que han estado sometidos. Igual pasa, por supuesto, con los aportes afroamericanos, con los de poblaciones campesinas y locales y de distintas minorías. De allí los recurrentes problemas latinoamericanos, y venezolanos en particular, sobre las identidades macrorregionales, “nacionales”, regionales y locales. Comportamientos tan dispares en apariencia como el odio racial, la intolerancia religiosa, la homofobia y el etnocentrismo y el nacionalismo exacerbados guardan, sin embargo, grandes similitudes en la intransigencia de sus orígenes para no explorar raíces psicológicas, individuales y colectivas (sin excluir posibles matrices culturales), más profundas.

La negación de “lo indio” y de “los indios”, como lo señaló magistralmente Guillermo Bonfil Batalla en su extraordinario libro México profundo. Una civilización negada (México, Secretaría de Educación Pública y Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, colección Foro 2000, 1987), puede entrañar un gran riesgo para la comprensión de la especificidad sociocultural e histórica de Iberoamérica y de los retos de adoptar un modelo social exitoso y sostenible, acorde con sus verdaderas realidades y no adecuadas a las representaciones derivadas de percepciones prejuiciadas y eurocéntricas (los modelos “occidentales”, sin más).

Parte de la falta de una adecuada comprensión del papel de las sociedades amerindias y de lo propio como resultado de siglos de interacciones culturales, no únicamente de imposiciones y supresiones, sino también de apropiaciones, adaptaciones e innovaciones, es la tendencia a enfatizar demasiado los procesos de mestizaje y sincretismo y distorsionar sus implicaciones. El “mestizaje”, visto como una tendencia unívoca y unilineal, sin una debida ponderación y adecuación de sus alcances en situaciones concretas, pasa a ser una entelequia distópica que fortalece la invisibilidad social de la diversidad sociocultural, ampliamente entendida.

Si bien las sociedades latinoamericanas, y entre ellas la venezolana, han avanzado en materia de valoración positiva de su intrínseca diversidad sociocultural y lingüística desde mediados del siglo XX, aún se dista mucho de poder proclamar que este sea un valor socialmente aceptado de manera plena en cada país. Probablemente las implicaciones de esta falta de aceptación subyazcan a las crisis sociopolíticas que, de tanto en tanto, agobian a nuestros países. Expresión de ello es esa resistencia, en especial de élites intelectuales, a mirar lo propio con ojos benévolos y a aceptarlo como potente manantial de donde brotan claves irrenunciables para comprender-nos como formaciones de una unicidad sociocultural capaz de potenciar la inserción de nuestros países y de la región en su conjunto dentro de un mundo que más que meramente globalizado, debería ser también no solo multipolar sino en verdad universal.

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