El radicalismo como corriente de pensamiento y ante todo como postura política de grupos insurgentes, asume actitudes intransigentes respecto a principios y valores republicanos, también suele hacerse anticlerical, es decididamente intolerante al pensamiento alternativo y dice asumir una visión liberal progresista de la sociedad, de suyo anulando el ejercicio de los derechos civiles. Se trata de doctrinas que conminan refundar el orden político de las naciones, penetrando los ámbitos de la moral, de las creencias religiosas, de la cultura y hasta de las buenas costumbres. Su modo extremo de actuación auspicia el adelanto de factores nugatorios del sosiego social, como registran tantos hechos conocidos desde que aparecieron aquellos movimientos liberales de los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX.
En tiempos recientes hemos presenciado las andanadas de un radicalismo subido de tono y además innecesariamente destructor, una variación al parecer sobreviviente a la caída del socialismo real y a la crisis de los movimientos extremistas –igual de los moderados– de izquierdas a nivel mundial. El fanatismo político sindicado con la delincuencia común reaparece esta vez con mayor fuerza y alevosía en Estados Unidos, en las naciones europeas y en los países de la América hispana, desdoblando acciones violentas que cabalgan sobre el resentimiento y la disposición a la protesta de quienes –sin ser iracundos– se sienten excluidos. Suele hablarse de corrientes ideológicas que fomentan la condena política continuada hasta que doblega el contrario, que emerge de manera simultánea en distintas ciudades y países, expresando iguales rasgos de violencia y destrucción de bienes materiales. Se infiltran provocadores de oficio, agentes sin escrúpulos que prosperan en el desorden social y en la subversión del orden como vereda para alcanzar el poder. Todo parece indicar que estamos ante una organización articulada en los países que sucumbieron a las desviaciones totalitarias, también a las del populismo ascendente en cualquiera de sus versiones contemporáneas, incluso dentro de las más rancias democracias occidentales, donde actúan con sigilo.
En días pasados, uno de los intelectuales de mayor talante en la Venezuela actual, desestimaba todo interés por la discusión teórica sobre el predominio de ideologías de izquierdas o de derechas; una controversia que sin duda ha sido desplazada –en ello estamos plenamente de acuerdo– por el renovado interés de los pueblos en alcanzar soluciones prácticas y sustentables a las necesidades básicas del común de la gente, prescindiendo del aparentemente superado debate entre los polos ideológicos dominantes en tiempos de la guerra fría. El asunto es que los radicalismos todavía subsisten y a veces se confunden con las versiones y actitudes de quienes se confiesan moderados de izquierdas –manifiestos demócratas–, aquellos que ante el incontrovertible fracaso del comunismo, aún sostienen la necesidad de controlar los mercados de bienes y servicios, de otorgarle preponderancia al papel del Estado como agente económico en detrimento de la iniciativa privada –el sendero que conlleva la anulación del individuo–. Es la eterna dicotomía entre quienes auspician la libertad de elegir en la observancia de los principios y valores de la democracia y aquellos que solo quieren vivir del Estado.
Yannis Varoufakis –quien fuera ministro de Finanzas de Grecia– y el senador Bernie Sanders lideran junto con sus respectivas agrupaciones (el Movimiento para la Democracia en Europa y The Sanders Institute) la gran alianza transnacional de izquierdas que cuenta con el apoyo de activistas diversos, figuras de la política y personalidades de la cultura: La Internacional Progresista, cuyo propósito es hacerle frente al auge de la derecha populista y de la extrema derecha en todo el planeta.
He aquí precisamente el ardid: denunciar una supuesta guerra global en marcha contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia, contra la decencia, como indica el manifiesto fundacional. Pretenden erigirse en contendores válidos de una extrema derecha que –dicen ellos– se extiende para erosionar los derechos humanos, silenciar la discrepancia y promover la intolerancia. Y para ello se proponen movilizar a los marginados de todo el mundo, a quienes llaman a compartir una visión común de la democracia, la prosperidad sostenible y la solidaridad. Cabe preguntarse, ¿cuál democracia? ¿la que ellos califican de participativa y protagónica en desmedro de la genuina representación popular? ¿la que auspicia el dominio absoluto de los derechos del colectivo, anulando las prerrogativas del individuo? ¿Dónde dejaron los excesos del socialismo real, de la Cuba castrista, de la Venezuela del siglo XXI?
Iguales terrenos se propone transitar el recientemente creado Grupo de Puebla como alternativa al malogrado Foro de Sao Paulo, cuyo objetivo es ahora articular a los líderes progresistas con vocación de cambio y acción política, además de comprometidos con la integración y el desarrollo de la región hispanoamericana. Y para ello diseñarán programas que les permitan adueñarse del mañana, que frenen el avance de la derecha conservadora y que aseguren la preponderancia del fracasado modelo de Estado benefactor, en nombre de los derechos del hombre y el respeto de las diversidades, para lo cual también cabe preguntarse: ¿cuáles diversidades? ¿solo las que ellos unilateralmente reconocen como legítimas?
Uno de los copartícipes del Grupo de Puebla, el expresidente del gobierno español Rodríguez Zapatero, ha dicho recientemente: “Tenemos que hacer que China y, ojalá, la Unión Europea, muchos trabajamos en esta dirección, pongan a Estados Unidos en una posición imposible”. Es lo que algunos analistas califican de llamado a conspirar contra esa nación, una actitud reñida con los principios y valores de la democracia. Llamado que concuerda con el penoso acontecer y disturbios de los últimos días –dicen algunos que infiltrados por la izquierda radical–, originados en el acto de inaceptable violencia policial que cobró una vida en Minneapolis. ¿Dónde quedan las vidas de los mártires venezolanos caídos en las protestas de Caracas?
La tolerancia que con derecho reclaman algunos dirigentes moderados de izquierdas es una actitud que igualmente deben ellos observar en sus actuaciones políticas con líderes conservadores. No puede haber respeto y reconocimiento mutuo si no se practica la tolerancia desde ambos extremos del pensamiento y la acción política. Si el Grupo de Puebla –por citar nuevamente ese ejemplo– unifica líderes de las izquierdas radical y progresista –es lo que se dice de él–, será improbable que se desenvuelva en ambiente de tolerancia con quienes no comparten su ideología. Son estas las falacias e inconsistencias de las izquierdas que claman con emoción dolida por sus violados derechos fundamentales, mientras abrogan la libertad de quienes piensan distinto, aún antes de alcanzar posiciones de poder público.