Bolero, de Maurice Ravel, es una obra grandilocuente. Musical y coreográficamente surgió del movimiento de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX, y desde el inicio estuvo llamada a convertirse en una clara referencia de la cultura occidental. Su trascendencia parte de las raíces españolas y árabes que le dieron origen, llegando a obtener una amplia valoración universal.
El tiempo reiterado con el que está construida, lento y parsimonioso al principio, y progresivamente violento y angustioso, constituye un hito sinfónico que forma parte, incluso, de la cultura popular y de masas.
El protagonismo de Ida Rubinstein, la bailarina rusa ícono estético emanado del espíritu de la belle époque e intérprete de los Ballets Rusos de Diaghilev, motivó el encargo a Ravel, quien comenzaba a expandir su prestigio por Europa, de una composición musical a la medida de sus aspiraciones artísticas. Ejecutante básicamente expresiva, asumió el rol principal de la obra que recreaba el mundo gitano a través de la concepción coreográfica de Brosnislava Nijinska, que conoció la escena el 22 de noviembre de 1928 en la Ópera de París, interpretada por la compañía establecida por Rubinstein. La escenografía concebida por Alexandre Benois, representaba una taberna dentro de la cual una sensual mujer bailaba sobre una mesa rodeada de un frenético público masculino.
Al lado de polémicas y pequeños escándalos, este primer montaje de Bolero significó la consagración definitiva de Ravel y el punto de partida para otras creaciones coreográficas ideadas a partir de la envolvente música y el sugerente contexto andaluz. Las versiones de Mikhail Fokine (1935), Anton Dolin (1940), y Serge Lifar (1941), figuran dentro de las más reconocidas que siguieron a la original de Nijinska y configuraron los primeros retos de asumir desde la danza la demandante partitura, corriendo el riesgo de sucumbir ante ella.
Todas constituyen antecedentes históricos del Bolero, de Maurice Béjart, el más celebrado y proyectado mundialmente, que constituye la obra cumbre del coreógrafo marsellés. El 10 de enero de 1961 fue estrenada en el Teatro Real de la Moneda de Bruselas con el Ballet del Siglo XX, teniendo a la bailarina yugoslava Douchka Sifnios como su intérprete central. La visión del coreógrafo sobre esta obra distaba mucho del ámbito oscuro, típico y localista que la había rodeado en sus orígenes, proponiendo convertirla en una abstracción, simple y desprovista, de sinuosa sensualidad y creciente y arrollador frenetismo. Alguna vez, Béjart reveló que Bolero logró la síntesis de la valoración del cuerpo en Oriente y Occidente, interés que siempre guió su trabajo creativo.
Una contraparte masculina del acto solista de este ceremonial escénico fue concretada en 1979, especialmente para el bailarín argentino Jorge Donn, quien haría de esta ejecución un emblema al enfatizar en una dimensión abiertamente erótica del movimiento.
Una tarima y una mesa, que muy lejanamente evocan la taberna del original, constituyen la única escenografía de Bolero, también diseñada por Béjart. En ella, el o la solista y una treintena de bailarines danzan el ritual de seducción lento y sincopado, hasta alcanzar un climax aniquilador. Como estructura, apunta a un ejercicio de composición sencillo y esquemático, que logra en el ritmo insistente y siempre en aumento, la clave de su concepto avasallante.
Algunos de los bailarines más significativos de la segunda mitad del siglo pasado han sido intérpretes sorprendentes del personaje rector de la obra, suerte de ser imponente o de elegido. Pero Bolero de Béjart, hay que señalarlo, no representa una versión más, sino que se trata de una nueva obra de carácter autónomo y definitivo. Este prestigiado título se presentó en Caracas en la Sala Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño durante los segundos años ochenta, en tiempos de las actuaciones de Béjart y su afamado ensamble en Venezuela. Su impronta marcó los caminos del arte del ballet en el siglo XX.