Después de su muy largo trayecto por el cine de acción basura, Liam Neeson regresa de nuevo a las actuaciones de alto calibre de la mano de Robert Lorenz. A mitad de camino entre un western crepuscular ambientado en una Irlanda signada por la violencia y una exploración sobre el mal moderno, el film es una extraña y cruel percepción acerca de la soledad.
En In the Land of Saints and Sinners de Robert Lorenz, Liam Neeson interpreta lo que podría ser la quintaesencia de un tipo tradicional de personaje irlandés. Su Finbar Murphy es un hombre temible, peligroso y capaz de matar con una brutalidad de pesadilla, cuando decide que para él una vida semejante culminó. El guion de Mark Michael McNally y Terry Loan explora con cuidado la idea del mal interior durante los primeros minutos de la película, basado en la idea de la permanencia. Cada acto de crueldad y horror de Finbar está destinado, antes o después, a profundizar en la idea de la no redención.
Lo interesante es que la película no disimula que más que un escenario de brutalidad — que lo es — es, también, una reflexión existencialista sobre sus personajes. En especial, al plantear que Finbar decidió dar un paso atrás y comenzar una nueva vida, no porque tema el castigo, sino por puro cansancio moral con respecto a los actos atroces que comete. De la misma manera que en la última entrega de la saga Equalizer, en la que el personaje de Denzel Washington asume su desencanto a través de una venganza total y silenciosa, el Finbar de Neeson es una criatura en suspenso. Un criminal que se sabe capaz de las peores cosas, pero que evita hacerlas, en medio de una revisión cuidadosa de su vida hasta entonces.
El director procura que esa placidez sórdida de los primeros minutos conduzca inevitablemente a una convicción. O en el mejor de los casos, a un hecho concreto. La posibilidad de que haya un conflicto a punto de estallar. Después de todo, el personaje central trabaja para el tenebroso Robert McQue (Colm Meaney), un jefe militar tan perverso como para dejar claro que cualquier provocación será mortal. Por otro lado, está el hecho de que el propio Finbar —que por cada asesinato planta un árbol, lo que se traduce en una larga colección botánica para sus delitos— parece ser un tenebroso vigilante de la vida cotidiana en Donegal (Irlanda). La vida, pues, es posible, para un asesino retirado y los que le rodean. Hasta que ocurre lo inevitable.
Un horror que engendra otros
De hecho, el director convierte al argumento en un largo trayecto hacia una expiación monstruosa. Luego de que la cinta muestre un atentado terrorista, algo queda claro. En esta Irlanda de finales de 1960, el horror está más allá de bandas y enfrentamientos a balazos. Algo que Doireann McCann (Kerry Condon), demuestra al convertirse en el símbolo de la confrontación liderada por el IRA. El grupo terrorista, se muestra como una presencia al borde de la sociedad, tan venenoso y cerca del desastre total como para ser un elemento a tener en cuenta en cualquier situación brutal en un país en llamas.
Resulta curioso que este énfasis en la historia real, brinde a la película sus mejores momentos. A la vez, que haga orgánico y casi inevitable, el enfrentamiento entre el taciturno Finbar y la rama más extrema de la violencia en el país. El atentado, que deja a su paso tres niños muertos, provoca que Doireann y sus cómplices deban ocultarse. Lo que, a la larga, provocará que el grupo y los criminales locales terminen en medio de un choque sangriento que desconcierta por todo el significado que guarda al subtexto.
No obstante, Lorenz no tiene la habilidad suficiente para que una trama tan básica sea algo más que una venganza a gran escala. Mucho más, cuando luego de plantear un escenario tan interesante, la película decaiga en medio de balaceras y asesinatos visualmente creativos. Poco a poco, toda la tensión que la cinta había logrado acumular y sostener, decae al dejar claro que esto es una batalla entre buenos y malos. Mucho más, que Finbar, que se había planteado como un personaje lleno de grises, decae hasta ser simplemente una colección de clichés sobre criminales que se sostienen sobre bases morales poco comunes, pero al fin y al cabo, sin ninguna cuestión que saldar con la culpa o el dolor.
Maldad, pecado y dolor en In the Land of Saints and Sinners
La cinta, que comienza por ser indudablemente neutral en el sentido de lo religioso o al menos, alejada de la culpabilidad cristiana (a pesar de situarse en Irlanda), plantea, para su última mitad, todo tipo de cuestiones acerca del dolor espiritual. Lo que tergiversa todo lo que había planteado hasta entonces y lo lleva a lugares muy distintos. Tal vez por ese motivo, la película deje a su paso un sabor amargo, por todas las ideas que brindó, sin llegar a ninguna parte. Mucho más, por las que pudo desarrollar antes de escenario resabido de disparos y puñaladas.
Con todo, la buena actuación de Liam Neeson — la mejor en años y que demuestra todas sus posibilidades — sigue siendo lo mejor de In the Land of Saints and Sinners y sin duda, por lo que se le recordará en adelante. La demostración de que, a pesar de su largo paso por el cine sin mayores aspiraciones, el intérprete sigue teniendo mucho que dar.
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