Henrique Iribarren Monteverde fue uno de nuestros más conspicuos compañeros de la “edad feliz” –aquella temprana mocedad enteramente libre de egoísmos e intereses creados o el pretexto que domina las relaciones humanas entre adultos–. Villa Loyola fue para nosotros una primera aproximación al mundo real del conocimiento adquirido de manera formal, también fragua de amistades desdobladas en coincidencias y afanes proyectados en el tiempo y en el espacio. Traslucía entre nosotros el carácter a veces irreverente –cuando no recatado– y de suyo divertido de los alumnos de educación primaria; al compás de las primeras lecciones de lengua y literatura, geografía, matemáticas y otras materias de rigor –entre ellas y principalmente la formación espiritual–, se iban perfilando temperamentos e inclinaciones vocacionales entre nosotros.
Fue en ese ambiente encantador de Villa Loyola que conocimos al garboso y elocuente Iribarren –en aquellos tiempos omitíamos el nombre de pila–. Compartimos recreos y afinidades deportivas en una primera etapa, para después incorporarnos a un mismo salón de clases. El Centro Excursionista Loyola será para nosotros un espacio reservado al compañerismo desde las sempiternas patrullas que asignaban tareas y responsabilidades a los celistas –bajo la premisa que ninguna individualidad era más importante que la suma de todos sus integrantes–, también al impulso de un interés especial por la historia, las comunidades humanas, la naturaleza y la geografía, todo ello para cimentar –como corolario–, un amor verdaderamente acendrado por Venezuela.
Con el correr de los años se acentuaron nuestras coincidencias –nos graduamos de bachilleres en humanidades y más tarde de abogados en la Universidad Católica Andrés Bello–. El trabajo que durante años compartimos como pasantes universitarios se sumará a la práctica del deporte –el tenis y el golf, para ser más específicos–, así como también al desarrollo de nuestras inquietudes intelectuales, que fueron muchas –entre ellas las canalizadas en El Mesón de la Pluma y la revista que publicamos a finales de la década de 1970–. Eran frecuentes nuestras lecturas y comentarios sobre las obras de García Márquez, André Maurois, Marcel Proust, Voltaire, García Lorca, los clásicos españoles, ingleses y venezolanos, también sobre el fútbol y los toros, dos pasiones imprescindibles en nuestro repertorio. Henrique no pasaba inadvertido en ninguna actividad, siempre ocurrente, profundo y sobre todo elocuente.
La formación ignaciana que nos identifica –el humanismo cristiano que adquirimos en el colegio–, fue para nosotros tema recurrente de conversación. La Ratio Studiorum o metodología que consagra el sistema formativo de los jesuitas, nos animó a profundizar en el conocimiento a través de la lectura, a potenciar el necesario debate de las ideas, a fortalecer nuestra vocación al estudio y comprensión de la realidad inmanente. Quedó pues condicionada nuestra propia existencia humana y no solo la comprensión del mundo que nos rodea, sino también el papel que nos corresponde asumir en la sociedad. La espiritualidad ignaciana será igualmente determinante al momento de discernir sobre nuestros aciertos y errores, sobre nuestras propias debilidades y agradecer por todos los dones recibidos. Es lo que ha motivado en nosotros admiración y sobre todo gratitud hacia nuestros maestros jesuitas.
Hablar exhaustivamente de los méritos acumulados por Henrique Iribarren en su vida profesional y académica, excedería los límites de este breve recuento. Fue un alumno descollante tanto en Venezuela como en Francia, un profesor insigne de Derecho Administrativo, un abogado exitoso y un intelectual de fuste. Como miembro, consejero y asesor de numerosas instituciones venezolanas, marcó época y dejó huella profunda en sus numerosas actuaciones. Resultó electo como Individuo de Número de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, a la cual se incorporó el 7 de mayo de 2013 luego de pronunciar un celebrado discurso.
Más allá de sus humanas debilidades –todos las tenemos de una u otra manera–, fue un alma noble, un amigo consecuente, un generoso y solidario colaborador con los necesitados. Sus preocupaciones y ocupaciones familiares fueron constantes para con sus hijos y hermanos; siempre acudió con prontitud, resolución y eficacia. Profesionalmente tuvo un gran sentido de la responsabilidad y del deber, tal y como podemos acreditar quienes fuimos sus compañeros de trabajo, al igual que sus numerosos clientes. Su aportación intelectual queda plasmada en la memoria de sus alumnos y en enjundiosos estudios jurídicos y artículos publicados a través de los años.
La amistad que desde niño me unió a Henrique Iribarren Monteverde, estuvo siempre signada por la lealtad, la sinceridad, la incondicionalidad y el interés reciproco a través de los años transcurridos desde que nos conocimos en el Colegio San Ignacio –un profundo vínculo afectivo, siempre concurrente en los momentos vividos–. Nuestras conversaciones nunca dejaron de ser frecuentes, solía comentar mis artículos de prensa y escritos diversos con espíritu crítico y acudía presuroso a las reuniones convocadas entre amigos de siempre –aquellas que sostuvimos por décadas junto a Alfredo de Armas, Armando Carmona, Saúl Godoy, Pedro Palazzi y quien esto escribe–. Su prematuro e inesperado tránsito a la eternidad no solo nos produce un enorme desconcierto, también constituye una pérdida irreparable que solo podremos atenuar en el recuerdo imperecedero de su franqueza, ingeniosidad y don de gentes. De tal manera seguiremos hermanados –como solíamos decir, evocando los encierros taurinos de Pamplona– hasta el final de los tiempos.
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