OPINIÓN

Importancia de la música en una obra de teatro para niñas y niños

por Carlos Sánchez Torrealba Carlos Sánchez Torrealba

Orfeo. Favola in mvsica. Camerata de Caracas

La música -así como la poesía, los buenos argumentos, las puestas en escena concienzudas y las interpretaciones brillantes- son importantes en las obras de teatro para niños y con niños porque son como extensiones amplificadas del alma lúdica y ávida de descubrimientos, propias de nuestras niñas y niños. En realidad, propias del ser humano. Sólo que los adultos nos vamos como despegando, como olvidando de ese portento maravilloso que somos: Homo Ludens. Es decir, el ser que juega, el ser creador, inventor, ingenioso, pensante y sensible, que en las niñas y los niños -así como en los poetas, los músicos y otros artistas- encuentra su más fiel arca y su mejor custodia. Es decir, los adultos como que vamos olvidándonos de nosotros mismos, de nuestras pulsiones, nuestra condición natural para jugar, para inventar y explorar… para escuchar la música propia que llevamos dentro.

Seguramente les habrá pasado, cómo ocurre especialmente con la música, que las melodías, los ritmos y las tonalidades se nos van metiendo por el cuerpo, por los pies o por la punta de los dedos de las manos. No en vano la expresión: los pies se me iban solos cuando escuchamos un merengue o un tambor tranca´o. No en vano nos ponemos a tamborilear con los dedos cuando escuchamos una salsa que se nos va metiendo en el cuerpo justo antes de levantarnos para bailarla.

La música, con sus números secretos, sus armonías y sus cadencias, nos religan a la condición también musical que tenemos, que el cuerpo tiene y que el cuerpo recuerda.

Nuestros cuerpos llevan sonidos adentro, principio elemental de la música. Nuestros cuerpos son todo un conjunto de armonías y ritmos. El sonido único, inédito, que cada cual percibe en el vientre materno… El vaivén de la inspiración y la exhalación…  El péndulo que repite sístoles y diástoles desde que nacemos ¡y que se alborotan ante una emoción!… El grito y el susurro, junto a la siempre inexplorada potencialidad vocal que poseemos… El movimiento de los ojos y su fragilísima sonoridad. El sonido del torrente sanguíneo… El llanto y la risa… El chasquido de los dedos, el palmear de nuestras manos… El roce sonoro de los cuerpos… son principios musicales, tránsitos musicales…

Nuestros cuerpos llevan música. De allí que se produzca entonces una empatía con tal o cual ritmo que en realidad nació del corazón del compositor, del intérprete y llega al nuestro… de allí el embeleso que se produce con la voz de una cantante que se liga amablemente con algún recuerdo de esa voz maternal que nos acunaba y que ha quedado en nosotros como queda la mar dentro de los botutos, las caracolas… ¡Y pasa hasta con la música que puede a alguien resultarle estridente como el rock o el heavy metal!

Y pasa también, por supuesto, con esa música que se nos cuela por heredad. Esa música que nos hace mover porque está en el ADN, en el tuétano, en los ganglios, en las membranas, en los tejidos y los órganos, en las vísceras, en la sangre ¡y en todos los otros fluidos!, en todos los sentidos ¡que son más de cinco!, en la piel ¡el más extenso de los sentidos!, en los pulmones, en el corazón, en los tramados espirituales de los pueblos y las regiones, aunque la alienación nos acogote y la globalización se empeñe.

Me refiero a las músicas nacionales. Músicas con las que vibramos fuera y dentro de cada terruño. La música con la que vibra un búlgaro aunque la diáspora lo haya botado hace años de su Sofía querida; los primeros compases de un tango que levantan instintivamente a unos danzarines argentinos en una plaza de París; el clarinete klezmer que agita amablemente el alma judía; la clave sencilla que anima las voces y la fiesta de los latinos en un barrio al que se han adecuado afectuosamente en un país que no es el suyo; el cuatro sonoro que desgaja el silencio venezolano cuando toca estrella por estrella en una medianoche madrileña…

Y es que, además, la música como la poesía, nos engasta con las emociones y también con las ensoñaciones. Así como un orfebre engasta una piedra preciosa en la delicada joya que hace con sus manos… con la maravilla de que no hay orfebre, ni piedra, ni joya, ni manos, porque todo eso es invisible ¡aunque hay música visible también!… Nos conecta con las evocaciones que puede generar en nosotros una melodía y así provocarnos el vuelo sin movernos de la butaca desde donde escuchamos el encantamiento de la música…

Así pues, que si en una obra de teatro para niños y niñas, con niños y niñas o sin ellos y ellas, hay una música que acompañe el otro gesto humano del actor, de la actriz, entonces, muy probablemente, estaremos ayudando a introducir al espectador en una historia que él sospecha, que parece que ya le contaron, porque esa poesía, porque esa música le están enlazando con sus sonidos más íntimos, le están recordando su condición musical y juguetona, le están invitando a tamborilear con los dedos y a que se le vayan los pies y el cuerpo todo, y le están anunciando que el arte del teatro es de los más completos porque hasta música le ofrece y que su esencia humana es musical -la tuya, la de tu sobrino, la de Elisa Leonor, la de Diego, la de Victoria, la de Eduardo y Daniel y Pablo, la de Diana y Clara, la de Mariana y Andrea, la del otro y la de aquel de más allá, la mía-, es un alma musical. Con lo cual, el gesto en la escena con música va a entrarle en su corazón y en su alma de manera más amable, rotunda, firme y efímera a la vez, para que no olvide nunca su ternura y su condición alada de ser humano

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