El siglo XX trajo consigo un nuevo humanismo y una danza inédita. El cuerpo humano fue abordado en toda su complejidad física, emocional e intelectual, como un instrumento profundamente expresivo y poderosamente comunicativo. Nada sería igual en lo adelante. No habría cabida para el gesto ficticio y el artificio corporal. La responsabilidad del artista sería consigo mismo y su conglomerado. El grito de libertad no podría ser frívolo sino comprometido.
En ese tiempo cambiante de revoluciones, conflictos bélicos y pandemias, el nombre de Isadora Duncan (1878-1927) surgió espontáneo y desafiante. El pensamiento de la bailarina nacida en San Francisco influyó en las vanguardias estéticas de principios de la nueva centuria y también en una nueva valoración de la mujer y de la sociedad. Más allá de la danza, su ideología sobre la libertad incidió en otros territorios llegando a pertenecer incluso a la cultura de masas.
La vinculación de Isadora con sus contemporáneas, intérpretes igualmente visionarias y arriesgadas, fue curiosamente solidaria. Su afecto por Loïe Fuller, la llamada bailarina de la luz, con quien compartió sus experiencias escénicas iniciales, resultó singular. Sin embargo, sus nexos más profundos siempre estuvieron alrededor de escritores y artistas plásticos.
Con Augusto Rodin, Isadora vivió una relación particular ubicada entre el affaire sentimental y el revelador magisterio. Como pocos el celebrado escultor interiorizó en su concepción del movimiento desprejuiciado y libre de artificio que, junto a sus visiones sobre Vaslav Nijinsky y los Ballets Rusos, llegó a impactar a París en los años diez.
Si bien Isadora Duncan fue reconocida como una bailarina libre e impetuosa, antes que una coreógrafa en sentido estricto del término, el influjo de su obra creativa en la configuración de una renovada visión de lo emocional y corporal en la danza de Occidente, la convirtió en una creadora paradigmática.
Isadora buscó en la naturaleza su impulso fundamental y en la Grecia clásica los valores estéticos de un elevado humanismo. Emulaba con sus movimientos los del agua, las nubes y el viento, así como también el imaginario femenino de las civilizaciones antiguas. Pero igualmente fue un ser crítico e idealista. Cuestionó lo férreamente establecido, promulgó la autonomía de pensamiento, pregonó el libre albedrío y militó en la causa feminista. Creyó fervientemente en el arte y en su poderosa capacidad transformadora sobre lo individual y lo social.
Estas posturas la llevaron hacia el compromiso político, dejándose seducir por los ideales de la Revolución Rusa. Confiaba que con su triunfo se establecería una nueva sociedad, dentro la cual podría educar masivamente a los niños del mundo desde de sus visiones de un movimiento auténtico. Puso su empeño en ese objetivo, aunque finalmente se desilusionaría.
La Isadora combativa creó obras de subyacente espíritu contestatario. Son las llamadas “danzas rojas”, a través de las cuales promovería, dentro de su particular sensibilidad, los postulados revolucionarios en los que creía. “El futuro amor no será mi familia, sino toda la humanidad, no mis hijos, sino todos los niños, no mi país, sino todos los pueblos”, se lee en el libro El arte de la danza y otros escritos, que compila textos de su autoría en los que, además de sus concepciones sobre el arte y la belleza, deja también en claro su pensamiento crítico.
Hace casi cien años Isadora Duncan compuso una pequeña obra que se convertiría en gran referente de estas creaciones de la militancia ideológica. Revolucionaria (1923) es un acto solista que exhibe un gesto contrastante con sus piezas bucólicas y aparentemente desaprensivas, que se convirtieron en símbolos de su búsqueda de genuina naturalidad en el movimiento. La bailarina regocijante que danzaba intuitivamente su entorno, se mostraba aquí impetuosa y desafiante. Con rostro crispado y expresión altiva gritaba su rebeldía. Vestida de túnica púrpura se desplazaba frenética del fondo del escenario al proscenio, una y otra vez, bajo los acordes vigorosos de Alexander Scriabin. De rodillas extendía con fuerza su puño hacia el infinito en indeclinable actitud de enfrentamiento.
Revolucionaria, al igual que el resto de su obra, se extinguió junto con su creadora. Sólo quedan los trabajos de reconstrucción histórica realizados por sus discípulas y herederas artísticas, al igual que por las alumnas de estas, quienes hoy todavía en algunas partes del mundo, persisten, casi solitarias, en la causa por el movimiento libre de su mentora.
Hace un siglo la danza escénica evadió preciosismos formales e indagó ideas en la búsqueda de conexión verdadera con las realidades individuales y sociales de sus creadores. En ese momento, la voz de Isadora Duncan resonó: “Si la danza no puede volver a la vida como un arte, será mejor que su nombre permanezca en el polvo de la antigüedad”.