La noticia que contiene la información de la portadilla interna del libro dice que es el número 1.132 (mil ciento treinta y dos de la Colección Visor de Poesía de la prestigiosa editorial española del mismo nombre en coedición con la Fundación para la Cultura Urbana de Caracas-Venezuela y el tiraje viene fechado con el año en curso, es decir, 2021. O sea, por muchas razones que sería largo enumerar esta memorable edición madrileña representa un singular acontecimiento literario que es demasiado temprano para estimar sus previsibles repercusiones, discretas ciertamente tratándose de un libro de poesía en tiempos como los actuales donde la primacía de la pauta la marca la narrativa y el ensayo. El título completo del poemario es: La sombra del apostador (El gallo combatiente y su ritual analfabeto).
Sendos epígrafes exornan el inicio de este alucinante viaje de la imaginación creadora del poeta Igor Barreto que le confieren un estatuto de especial fusión de verdad lírica y filía platónica; Mallarmé, Gina Saraceni, Alfredo Herrera, Diomedes Cordero y Ernest Hemingway son los nombres que orlan los rutilantes epígrafes.
Dice el poeta en las palabras preliminares: «a los gallos de pelea, a su pluma ética, debo el respeto a la palabra empeñada, la lección de la pérdida y el fracaso». Su autor nos advierte a los lectores -a los cautivos, que somos legión y a los potenciales, que obviamente son indeterminados- del espacio sacro de la gallera y su dimensión cuasi mística-religiosa donde converge una singular reverencia hacia el pasado. Sostiene que en la arena de los combates de esta ave extraordinaria habita el mismo daimon de la experiencia poética. Que las hazañas de las riñas de estos místicos animales provienen de Indochina, India, Persia y fueron trasladadas a Europa por antiguos navegantes. El poeta deja constancia de su linaje de la estirpe del árbol genealógico de Làutrémont y Baudelaire; eximios poetas amantes de los gallos.
Apunta el poeta la datación del imaginario gallístico en algo más de dos milenios y su gestación simbólica la sitúa en la «cultura analfabeta profunda». Cuando leí esta coda no pude evitar pensar en la mítica frase atribuida al filósofo Sócrates momentos antes de beber la cicuta: » ay, le debo un gallo a Esculapio».
Con un epígrafe del eterno florentino Dante Allighieri a modo de paratexto da inicio a un viaje sensitivo e intelectual de largo aliento parafrástico que pinta su aldea natal de San Fernando y la eleva a cimas de extrema universalidad.
«el enorme reloj
de esfera blanca
de la catedral de San Fernando (…)
redondo como una luna llena
escuché de nuevo el canto de mi
gallo blanco
recordé el sitio de Pozo Blanco.»
El autor de «La sombra del …» se sumerge en la noche de los siglos de la vieja Europa, en los albores del imperio romano y cita a Tertuliano «lo creo porque es absurdo» haciendo gala de intertexto o intercalación de intertextualidad. No puedo evitar hacerme un guiño de secreta complicidad en mi condición de historiador al toparme con estas gemas expresivas extraídas por el poeta de las profundidades abisales de la cultura universal. Y sigo leyendo.
El este libro fuera de lo común, percibo un «ars grammatical», una Summa linguística, un compendio de asombrosa linguisticidad expresiva:
«Existir es una suma de escalones
al término de infinitas comas
la coma podría ser una diminuta
interrogación.
Existir es una espera dramatizada
al término de infinitas comas
sometidas a un cierto retardamiento.» (p.21)
«Es una historia que puede ser
entendida de miles de formas
y a los que aquí moran
se les va el tiempo en discutir
tal posibilidades,
eso es la muerte:
pensar
pensar
y hablar de los hechos con el otro
muerto …»
Verdades de Perogrullo o perogrulladas tautológicas: «siempre es nuevo lo nuevo» (p.25) pero dichas de un tal modo que lo dicho revela capas de sentido ocultas a la manera de una matriuska.
«es por eso que no quieren los muertos
hablarnos a los vivos:
no tienen tiempo
yo que poseo en este Mundo
conciencia de la soledad (…)
extraviado estoy en la herrumbre de un caos
de imágenes y sueños» (p.25)
Sobrevino un intenso negror
(…) descubrí los destellos de un río
fluyendo a un costado (…)
¿será el Aqueronte?
En todo caso el poeta más dotado
es el capaz de observar semejanzas.» (p.27)
Sostiene el bardo que:
«en otro poema
de otro libro
leí que la lengua
es lo primero que se pudre.» (p.31)
Esto lo sabíamos por Karl Krauss, Wiggentein, Rafael Cadenas, et al, pero expresado así en esta metáfora de la descomposición y de la putrefacción el poeta devela un ámbito terrible del agotamiento de la mater linguae. La lengua no se pudre sola; alguien coadyuva en su proceso de putrefacción inducida. ¿Quién induce el deterioro, quién impone el habeas linguae? Porque, a no dudarlo: alguien afea, ultraja, envilece y cretiniza el principal instrumento de comunicación y convivencia civilizada entre los humanos.
«En estos tiempos no solo ha ocurrido
un desarreglo
sintáctico
sino una insuficiencia metafísica
no hablo solo de la confitería del poema.» (p.34)
En la antiguedad del imperio romano se decía que si querías destruir a una nación no había más que hacer sino destruir su signo monetario y el tinglado de sus instituciones de derrumbaría como un castillo de naipes. Hoy, la lógica del poder y de la razón instrumental zapa la lengua y destruye los fundamentos éticos y filológicos que dan sentido de pertinencia y legalidad histórico-civilizatoria a la lengua como vehículo de transmisión de los valores substantivos que eventualmente garantizan la cohabitación pacífica y la convivencia respetuosa de quienes están obligados a coexistir en paz dentro de la ciudad-estado, en el topos terregnum.