OPINIÓN

Ideología, nacionalismos e identidades

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

Cayetana Álvarez de Toledo

Los progresistas de izquierdas, partidarios del cambio social y de las transformaciones económicas y culturales, no suelen identificarse plenamente con el respeto a la dignidad humana, tampoco con las libertades esenciales del hombre –la libertad política, entre ellas–. Al contrario, las democracias liberales consagran variados derechos, entre otros el debido proceso, la igualdad ante la ley, así como las libertades de expresión y de asociación; se trata de derechos fundamentales regulados por la Constitución y las leyes vigentes. Naturalmente, entre las corrientes progresistas encontramos aproximaciones diversas, algunas más radicales y otras que promueven formas de organización política basadas en una peculiar concepción de la democracia –el eje central continúa siendo la libre elección de funcionarios y de representantes al Parlamento, así como la toma de distancias respecto a sistemas de gobierno totalitarios–. Los progresistas promueven una estructura ideal para distribuir la riqueza equitativamente entre el colectivo, mientras los conservadores favorecen un estado de bienestar alcanzado en el ejercicio de los derechos individuales. Los primeros desarrollan sus propuestas pensando en la comunidad, en tanto que los segundos sitúan al individuo en el centro de sus acciones políticas. Las diferencias apuntadas tendrán sus particularidades en cada comunidad humana; siempre existirán formas alternativas de organizar el Estado y sus instituciones fundamentales.

Hay quienes con razones sostienen que la raída confrontación ideológica de tiempos pasados ha perdido vigencia. El fracaso del socialismo real ciertamente inclinó la balanza en favor de las democracias liberales de occidente, sin que ello, en modo alguno, haya significado “el fin de la historia”. La búsqueda de una “tercera vía” que lograse aproximar ambos enfoques de la realidad sociopolítica, no resultó enteramente exitosa. Sin embargo, son muchos los que hoy admiten la vigencia de aquella célebre frase que preconiza “tanto liberalismo como sea posible y tanto Estado como sea necesario”. Y es que la validez absoluta de una u otra posición ideológica no ha podido comprobarse en los hechos. Al mismo tiempo y más allá de este aserto, el ciudadano común de nuestros días se da por complacido en la medida que le sean satisfactoriamente resueltas sus necesidades básicas, sin prestar mayor atención a las concepciones teóricas que condicionan la acción gubernamental.

Sin embargo, aún subsisten las viejas tendencias ideológicas colocadas en los extremos del pensamiento y la acción política, algunas de ellas infiltradas en las democracias occidentales con el señalado propósito de destruir el sistema desde dentro. Hábilmente se mueven como los sofistas de la Grecia Clásica en el ámbito de la retórica, alcanzando influencia en la vida social y asumiendo posiciones revanchistas, incluso refundacionales de la sociedad y del Estado como organización política. Agreden la libertad de prensa, sin duda una de las protecciones contra gobiernos corrompidos y tiránicos, como bien anotaba Stuart Mill. Sobran ejemplos dolorosos de lo que ha sido un verdadero desmontaje de valores y costumbres fraguadas en el ejercicio evolutivo de la democracia, últimamente amenazada igualmente por nacionalismos identitarios.

Cayetana Álvarez de Toledo, en su reciente e ilustrativa entrevista con Moisés Naim, afirmaba que los grandes debates de nuestro tiempo ya no son de derechas e izquierdas. Para ella, “…la línea divisoria esta entre quienes realmente defienden la democracia liberal, los grandes valores de la ilustración, de la modernidad política y la libertad individual como eje de la igualdad ante la Ley, el Estado de Derecho, la razón como solución a los problemas, y quienes están en el campo del tribalismo, del sentimentalismo, del populismo, de la infantilización, del nacionalismo…”. La identidad deviene para ella en término peligroso que podría reeditar memorias borrascosas de la Europa del Siglo XX, también de otros confines geográficos, como registra la historia contemporánea. Rastros de sangre todavía frescos –esto lo añadimos nosotros–, que fueron producto de identidades perversas, de suyo contrarias a la civilidad, a las buenas costumbres universales.

Pero hay algo mas que no quisiéramos pasar por alto en esta oportunidad. Se trata de las visiones extremas de quienes quieren ver a la humanidad en la antesala del apocalipsis. Estados Unidos y su proceso electoral en marcha, pudieran ser el mejor ejemplo de actualidad. Los términos del debate político e ideológico sugieren el falso dilema entre totalitarismo de izquierdas versus democracia liberal, propiedad privada versus control del Estado sobre los medios de producción, valores occidentales fraguados en la doctrina cristiana versus una nueva escala que favorece el aborto y la liquidación de la unidad familiar; un dilema que promueven ambas tendencias, cada cual con sus propios argumentos y debajo del cual subyacen las peligrosas identidades que comentábamos en líneas anteriores.

Pues bien, sea cual fuere el desenlace del referido proceso electoral –previsto o no–, creemos que la democracia norteamericana y ante todo sus instituciones, ratificarán una vez más sus virtudes y fortalezas históricas. Como había dicho el Señor Tocqueville, nada impresiona más en los Estados Unidos que la igualdad de condiciones. “…Descubrí sin dificultad –apunta en su célebre Democracia en América– la prodigiosa influencia que este primer hecho ejerce sobre la marcha de la sociedad. Encauza el espíritu público en una determinada dirección, imprime cierto aire a las leyes, da nuevas máximas a los gobernantes y unos hábitos peculiares a los gobernados…”. Hecho que del mismo modo se extiende aún más allá de las costumbres políticas y de las leyes “…y que no alcanza menos imperio sobre la sociedad civil que sobre el gobierno. Crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que no produce…”.

Reunificar voluntades y asumir posiciones firmes en defensa de la democracia liberal y de los principios y valores que la sustentan, es la tarea que nos corresponde acometer a los demócratas esenciales, cualquiera que sea nuestra posición en la sociedad. No es el momento de articulaciones pragmáticas y sobre todo complacientes para con quienes atentan descaradamente contra las libertades públicas, tampoco para redimir causas perdidas. Es el tiempo de un renovado compromiso ético ante las máximas aspiraciones de nuestras sociedades históricas.