El 12 de diciembre tuve la oportunidad de asistir por primera vez en mi vida a una ordenación sacerdotal. El momento en que los llamados por Dios se postran en el suelo, con el rostro en tierra, sobre sus manos, en señal de humildad, es conmovedor. Para mediar entre el cielo y la tierra, y comprometerse a servir a los hombres en nombre de Cristo, se precisa de algún gesto externo que imprima en el alma el recuerdo de que es Dios quien va a obrar a través de ellos a lo largo de su vida. Los símbolos están cargados de un contenido hermoso que, sin palabra alguna que explique algo, lo dicen todo.
Lo que cualquier futuro sacerdote pueda pedir en ese instante de la postración es probablemente escuchado con particular amor por parte de ese Dios a quien se donan. En silencio, se cantan las letanías detenidamente, sin apuros. Se invocan nombres conocidos por muchos: ángeles y santos a los que nos dirigimos tal vez con frecuencia, convencidos de que nos escuchan. En virtud de su fe y amor a Jesús, María y los ángeles, estos santos fueron hombres y mujeres que lucharon, sufrieron y amaron, como nosotros, en épocas muy distantes unas de otras. El canto de las letanías es la particular memoria de todo cristiano acostumbrado a dirigirse a Dios y a conversar con muchos de estos amigos que le ayudan desde el cielo. Son personas concretas, vidas plenas de sentido, con quienes los creyentes hemos intimado al leer y meditar en las historias de sus almas.
Podría parecer que agruparlos a todos en dos palabras, “ángeles” y “santos”, bastaría para resumir lo que sucede en el momento de la postración. Nombrarlos uno a uno, sin embargo, es signo de la conciencia del valor de cada vida; de la ayuda que cada uno puede prestarnos; del camino singular, excepcionalmente único, por el que Dios los fue llevando hasta su presencia. Cada uno tuvo una misión. Y cada uno fue fiel a ella. En la lista hay pocos, pues siendo miles, hay que abreviar de tanto en tanto, agrupándolos con las palabras “patriarcas”, “profetas”, “mártires”, y “todos los santos y santas de Dios”.
Empezando por Cristo, y seguido de Su madre, se invoca a San Miguel, a los Santos Ángeles de Dios, a San Juan Bautista, a San José́, a todos los santos patriarcas y profetas, a San Pedro y san Pablo, a San Andrés, a San Juan, a todos los santos apóstoles y evangelistas, a San Mateo, a Santa María Magdalena, a todos los santos discípulos del Señor, a San Esteban, a San Ignacio de Antioquía, a San Lorenzo, a las Santas Perpetua y Felicidad, a Santa Inés, a todos los santos mártires, a San Gregorio, a San Agustín, a San Atanasio, a San Basilio, a San Martín, a San Benito, a los Santos Francisco y Domingo, a San Francisco Javier, a San Juan María Vianney, a Santa Catalina de Siena, a Santa Teresa de Jesús, a Santa Teresa del Niño Jesús, a Todos los santos y santas de Dios.
Recordarlos a todos alimenta el alma de los que escuchan en un clima de recogimiento como el que se experimenta en un acto tan sagrado.
Pensando en el país, como lo hacen día a día tantos venezolanos, me vino a la memoria esa ordenación. Como también he estado meditando en la Providencia, por debajo de esta larga lista de nombres han pasado por mi mente esos que Augusto Mijares pondría de relieve para nutrir nuestra memoria colectiva de lo afirmativo venezolano. Podríamos recordar a muchos: a Juan Germán Roscio, a Andrés Bello, a José María Vargas, a Fermín Toro, a Rómulo Gallegos, a Mariano Picón Salas, a Mario Briceño Iragorry, a José Gregorio Hernández, al mismo Augusto Mijares, y a tantos otros que puedan tal vez venir a nuestras mentes como referentes buenos, íntegros, relevantes en momentos claves de nuestra historia.
El momento presente exige de la purificación de nuestra memoria (personal y colectiva) como condición necesaria para acoger el don de la esperanza. Esa limpieza de corazón nos compete a cada uno en lo más íntimo, pues es allí, en el núcleo más sagrado de la propia conciencia, donde solo nosotros sabemos qué hemos podido hacer mal, qué tenemos que perdonar y a quiénes deberíamos tal vez pedir perdón. Solo nosotros conocemos qué nudo interno nos mantiene revueltos, estancados, encapsulados en un “yo” humillado en su soberbia, impidiéndonos superar ciertas percepciones o interpretaciones del pasado. No tendríamos que postrarnos en tierra de modo literal, pero bien podríamos intentarlo en el espíritu, en la soledad de un examen de conciencia: en lo secreto, ocultos a las miradas de todos, porque con la propia basta.
Los venezolanos que están en el exterior, planificando con toda la buena voluntad lo que querrían hacer si pudiesen volver al país, contemplen la necesidad de contrastar sus ideas con las que tenemos los que aquí estamos. La humildad es necesaria para una futura comunión de subjetividades: hay que asegurarse, dentro de las contingencias de la vida real, que los planes que ideamos todos encajen del mejor modo posible con las verdaderas necesidades del país. De igual modo, los que aquí estamos, debemos hacer un esfuerzo para dejarnos nutrir por otras miradas. Muchos de los que están fuera podrían venir cargados de experiencias que nos son desconocidas. Asimismo, los que lleguen, escucharán miles de experiencias tal vez conocidas, pero de lejos. En la reconstrucción del país seremos necesarios todos: los que están fuera, los que aquí estamos, los adultos, los de mediana edad y los jóvenes.
En la coexistencia de diversas generaciones, ese cruce de ideas y experiencias que se verifica en todas las edades de la vida, se precisa de la humildad de las partes para aprender unos de otros: de esas otras perspectivas que es imposible que cada uno posea en exclusividad. Si los mayores y los de mediana edad debemos abrirnos a escuchar a los jóvenes, estos últimos deben también aprender a apreciar las luchas de años de los adultos. Es bueno recordarles alguna que otra equivocación, pues educar en que los logros coexisten con los fracasos y las debilidades humanas es, en estos momentos, tan relevante como poner de relieve los esfuerzos. No todo fue fracaso, ni tampoco puros éxitos. Y esa humildad facilita la comunicación, la receptividad a la escucha del otro: del mayor al joven; del joven al mayor.
Todos “estamos montados sobre hombros de gigantes”, como reconoció con humildad Newton, cuando dijo que pudo ver “más allá” gracias a los esfuerzos de Copérnico, Kepler y Galileo. Por eso, más que insistir en los errores del pasado, como si el panorama fuese una gran mancha negra en una hoja en blanco, descubramos en nuestra historia en qué hombros debemos montarnos para poder ver de otro modo lo que podría estar por venir si somos humildes, pues lo que vivimos puede redundar en una profunda transformación espiritual y cultural muy fructífera.
Es momento de postrarnos en espíritu con la conciencia en tierra para pedir a Dios la grandeza de alma que precisará la desafiante reconstrucción de un país destruido en el que, por lo mismo, está todo por hacer. Es momento de abrir la conciencia a la luz para que brille en lo más íntimo lo que cada uno debe cambiar. Solo así podremos avanzar, con el alma liviana, libre del resentimiento.
La luz es fruto de la cruz. Por eso nos viene bien mirar al cielo, cara a los próximos días de cuaresma, símbolo fuerte de los años del desierto, de esa gran prueba de fe, rumbo a la tierra prometida.
Como signo de un itinerario que promete un nuevo tiempo, un comenzar otra vez, tras superar en lo más íntimo todo obstáculo que impide la unión entre los hermanos, se nos abren literalmente unas semanas en las que se nos ofrece la oportunidad de rogar (a Dios), como en ese momento de la postración de los ordenandos:
“Para que concedas paz y concordia a todos los pueblos de la tierra, te rogamos, óyenos.
Para que tengas misericordia de todos los que sufren, te rogamos, óyenos.
Para que nos fortalezcas y asistas en tu servicio santo, te rogamos, óyenos”.
“Para que logremos perdonar (y trascender) lo que ya no podemos cambiar, te rogamos, óyenos”.
“Para que a Venezuela se le abran nuevos caminos, te rogamos, óyenos”.