Por Marisela Prieto Berbin
La espiritualidad en este siglo XXI tiene que estar embriagada de un impulso emancipador. Así es la espiritualidad que expresa hoy con vigor cuando se violan sus costumbres, tradiciones y en términos generales, su cultura. La formación de la espiritualidad está atravesada por las grafías de amor, solidaridad y afectos que expresan la diversidad de voces de filósofos, sociólogos y educadores, que permitió sintonizar sus reflexiones para proponer simientes de una nueva modalidad en la formación de la espiritualidad del ser humano. Este ser humano, formado espiritualmente, expresa su talante de evocar, soñar, sapiente y bondadosamente anagramas de sociedades educacionales en continuo e intenso proceso de reconstitución.
La formación de la espiritualidad que le corresponde en primera instancia a la escuela es desplazada, bloqueada, despersonalizada por las exigencias de una racionalidad dominante, imperante, que la convierte en soporte, para mantener el orden social y cultural, la explotación, la opulencia, la miseria, la coacción, alienación, y por ende la no existencia de neutralidad. Toda la carga ideológica de algunas tendencias de la formación educativa quedan al descubierto.
Repensar la formación desde las nociones de espiritualidad nos recuerda a Hegel (1966) cuando plantea que “aquello mediante lo cual el individuo tiene aquí validez y realidad es la cultura. La verdadera naturaleza originaria y la sustancia del individuo es el espíritu del extrañamiento del ser natural” (p.18). Si bien es cierto, la cultura se constituye en un plano de generalidades que referencian cuánto conoce el hombre y cómo eso moldea su conducta.
Por ello, consideramos inaplazable presentar la posibilidad de otra visión, otra mirada, otro horizonte para mirar al mundo de la formación espiritual y mirarnos nosotros mismos para interrogarnos sobre nuestro pasado, presente y futuro. La visión holística de nuestros procesos socio-históricos, que marcan el hito de la formación espiritual. Estas reflexiones se asumen como parte del ser humano que se erige frente a sí mismo y el mundo.
Más allá de las diferencias formativas, las identidades se fusionan y los actores dialogan, con sus sensibilidades aparecen activadas en estrecho acercamiento relativo a la forma en que la espiritualidad se concibe, representa, reimagina y reditúa la ciudadanía, en una concepción de sociedad, con los propios elementos conceptuales de que dispone para estos casos, pensando sus implicaciones reales para la dinámica social y cultural en la configuración de la formación de la espiritualidad.
Maturana (2000) tiende un puente de articulación entre los pensadores que han enfocado sus argumentaciones en el modelo racionalista y quienes hoy asumen un pensamiento plural, abierto, dinámico, sensible, con derivaciones en una estética y una narrativa emergente. Por ello, es vértice de esa cima de madurez de su pensamiento que hoy agita la conciencia de la élite intelectual.
El concepto de amor de Maturana (ob. cit) no es el de un sentimiento romántico o el de una virtud, sino un tipo de relación-conducta en la que cada individuo aprueba al otro como un ser válido, busca establecer relaciones de cooperación y respeta al otro a pesar de las diferencias biológicas, étnicas, sociales, etc. La biología del amor es una teoría que se constituye probablemente en el primer intento serio por establecer el amor ya no como valor moral sino como un factor determinante a nivel biopsicosocial (biológico evolutivo, psicológico y social). Lo nuevo de esta teoría es que escapa del mundo literario, soñador y romántico hacia el campo científico.
La formación de la espiritualidad reafirma la confluencia de identidades de los sujetos sociales que se configuran desde los otros y con los otros, para lograr una formación plena de sentido, que tiene que pulsar los espacios que cuentan con un espesor simbólico, para cuestionar y superar la individualidad, el consumismo, el anonimato, el aturdimiento para apostar a la reconstitución de costumbres, saberes, narrativas, prácticas, horizontes de sentido, reformulación de utopías y esperanzas que aperturen franjas para reconocernos en el estatuto de nuestra existencia terrenal y espiritual.
El docente debe asumir una espiritualidad liberadora a través de la acción educativa, reconociéndole sus cualidades, porque así obtiene una profunda comprensión de este tiempo histórico y también la ciudadanía explora los nuevos impulsos que permitirían la formación de un ser humano autónomo, solidario, sensible y plenamente libre.
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