A mediados del siglo XVIII el sueco Carlos Linneo, al que luego de ser hecho noble en 1757 por el rey Adolfo Federico, se le conoció como Carl von Linné, introdujo en su obra Systema Naturae el término Homo sapiens, que en latín significa “hombre sabio” u “hombre que sabe”.
Linneo, creador de la clasificación de los seres vivos o taxonomía, incluyó al hombre en el género Homo, pero integrante de la orden Primates. Para ello se basó en un determinado número de similitudes anatómicas. En un primer momento la comunidad científica de aquellos días fue sacudida y no pocos de sus colegas criticaron la inclusión de los humanos junto a los primates.
Varios años después, gracias a los descubrimientos fósiles del siglo XIX y XX, el término fue aceptado y utilizado en un contexto evolutivo para diferenciar a nuestra especie de otros homínidos. Hay que apuntar que al comienzo el Homo sapiens era visto como una especie única y separada de los animales. Luego, los avances en la evolución y la paleontología mostraron que nuestra especie tiene un origen común con otras del mismo género, como es el caso del Homo neanderthalensis y el Homo erectus.
Todo esto se planteó en términos de evolución, digamos de ir consolidando crecimiento y adquisición de destrezas. Nos constituimos en los reyes del mambo gracias a nuestra inteligencia, lenguaje, cultura y moralidad, entre otras características. Y fue así como se denominó evolución nuestro “progreso” hacia estructuras sociales o comportamientos más complejos.
Ahora bien, hay casos en los que algunas especies experimentaron involución, a lo que ciertos especialistas en creación de motes han llamado evolución regresiva. En pocas palabras: perder características complejas o adaptaciones desarrolladas. Este proceso ocurre cuando dichas particularidades dejan de ser útiles o pueden resultar desventajosas en un entorno particular.
Algunos ejemplos de este fenómeno los podemos encontrar en la pérdida de los dientes en las aves. Sus ancestros, los dinosaurios terópodos, los tenían, pero los perdieron a medida que evolucionaron para aligerar su cráneo y desarrollar picos adaptados a diferentes dietas. Hubo los que perdieron la capacidad de volar, como los emús, los pingüinos y las avestruces, que habitaron entornos donde no lo necesitaban para escapar de los depredadores.
Hay casos de la atrofia de las extremidades, como pasó con las serpientes. Sus ancestros tenían patas, pero las fueron perdiendo gradualmente mientras su cuerpo se adaptaba a un estilo de vida en madrigueras y múltiples hábitats. Algunas serpientes, como las pitones, conservan vestigios de huesos de patas traseras.
También se han encontrado reducción del tamaño del cerebro, como ocurre con algunos peces y aves domésticas. Este proceso se debe a la domesticación puesto que no necesitan habilidades complejas para sobrevivir.
Los teóricos del tema aseguran que todo esto es producto de la relajación de la selección natural. Aquello que ya no es necesario se pierde. En el mundo de la biología, no se considera un retroceso la involución, sino que es una adaptación a condiciones cambiantes.
Tal vez en un futuro no muy lejano algún heredero de Linneo estudie el proceso involutivo de un amplio sector de nuestro país, para dar paso al Homo chaviens, quien sabe si al Homo nicoliens, –¿tal vez el Homo diosdi?– especie plagada de una atrofia sin parangón de inteligencia, lenguaje, cultura y moralidad.
© Alfredo Cedeño
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