OPINIÓN

Homenaje al embajador Armando Rojas

por Oscar Hernández Bernalette Oscar Hernández Bernalette

 

En Avril Espacio Cultural, situado en el centro histórico de Puerto Cabello y recién creado por iniciativa de María Paola Goncalvez, se inauguró el 27 de abril de 2023 una imaginativa  exposición sobre la vida y trayectoria del embajador Armando Rojas, insigne historiador, diplomático y escritor venezolano. Si no me equivoco, es el primer homenaje que se le hace a un diplomático profesional de nuestro servicio exterior. Pudimos observar muchos elementos que nos recordaron una trayectoria de vida al servicio diplomático venezolano. Sus libros, escritos, sus pasaportes, sus trajes oficiales, condecoraciones y muchos objetos que formaron parte de sus andanzas por el mundo.  Este andino fue oriundo de Tovar  y se lo ganó la diplomacia de sus tiempos justo antes de que terminara luciendo los hábitos como sacerdote católico. Con igual devoción sirvió a otro templo, nada menos que a  su patria.

Me correspondió, junto al historiador Nilsen Guerra, recordar a este agudo personaje, siempre alejado de la notoriedad  pero impregnado  en la escritura, en el estudio y en la verdadera diplomacia, la ajena a la diatriba y la exaltación. Se le recuerda por su austeridad y su caballerosidad extrema. Esa que se aprende desde el núcleo familiar y se sofistica en el andar de los tiempos ejerciendo la diplomacia.

Ya la periodista Ana María Matute  hace unos  años  y antes de su prematura partida había escrito una estupenda biografía de don Armando. Con sensibilidad periodística logró sistematizar la vida de este hombre poco reconocido hasta ese entonces.

Evoqué durante mi intervención que no es tarea fácil decir unas palabras sobre un hombre de su dimensión, especialmente cuando él mismo fue un enamorado de la palabra, la que definió como un altísimo y exclusivo privilegio del hombre. Decía: “Nada puede compararse con el milagro eterno de la palabra… fue por la palabra que el hombre se conformó, es su definitiva esencia”.

Cuando iniciaba mi carrera diplomática a finales de la década de los setenta del siglo pasado, ya el embajador Rojas había terminado su fructífera carrera de casi cuarenta años. Por un corto período regresó a la Cancillería durante 1981-1982 como director de la Academia Diplomática. Nadie mejor que su persona para tan importante centro de formación. No lo conocí por aquellos años, sino tiempo  después, aunque ya su nombre timbraba en nuestros oídos de aprendices de diplomáticos por sus importantes consejas que dejó plasmado en una de sus obras fundamentales para nuestra estirpe, como lo fue Los creadores de la diplomacia venezolana, editado por la presidencia de la República y publicado en Caracas en el año 1976. Recuerdo dos temas muy puntuales y destacados  de su introducción y que serían como una caja de resonancia a lo largo de los años cuando afirmaba que “la diplomacia es un oficio que requiere, más que ningún otro, acendrado espíritu de servicio público, pasión por su país, arraigado sentido ético, responsabilidad, seriedad, discreción, decoro y hasta buenos modales”; más adelante decía que la vida social era la que ofrece el teatro más adecuado para realizar su mejor trabajo. Como me gustaría que muchos de nuestros representantes en el mundo llevaran esa frase impregnada en la piel para la debida actuación en nombre de su país.

Lo conocí a través de sus hijos, especialmente gracias a Armando, también diplomático y escritor como su padre, ahora dedicado al emprendimiento turístico en esas tierras calientes llenas de tanta historia.

Con don Armando, como me gustaba llamarlo, me unió una relación tardía en el tiempo, aunque no menos intensa y enriquecedora gracias a la tertulia ocasional, la lectura de sus obras y el aprecio hacia un hombre que demostró su gran nobleza, vocación por su familia y por su patria. Con él coincidí en esta misma cuadra, siempre amable y con una gran  capacidad para escuchar nuestro propio verbo. A pesar de sus 94 años, al final del camino, nunca perdió la lucidez. Recuerdo haberlo encontrado muchas veces rodeado de libros, los cuales parecían arroparlo mientras su cuerpo se incorporaba a las páginas con curiosidad a lo que quizás percibía como letras que se le querían desaparecer. Deja una fabulosa biblioteca que esperamos se resguarde para otros investigadores. Su vida fue austera. A pesar de sus cargos relevantes y gran obra escrita fue una persona alejada de la búsqueda de notoriedad, pasajera y facilista. Quienes hoy desprecian la diplomacia lo calificarían como clásico. Sabía perfectamente el manejo de la forma como parte sustancial del fondo del quehacer de las relaciones internacionales.

Recuerdo claramente su respuesta a mi saludo habitual: ¿Cómo está embajador? “Bien, pero preocupado, no entiendo qué es lo que pasa en el país y todo está como raro”, exclamaba. “Sin duda, estos son otros tiempos”, agregaba. El seguimiento del acontecer nacional e internacional era parte de su diaria obsesión. En nuestras conversaciones sobre diplomacia, su pasión, al igual que la historia, expresaba que nuevas oportunidades tienen los diplomáticos de ahora, llenos de información y medios para advertir, a diferencia de su época, especialmente como joven funcionario por allá por los años cuarenta y cincuenta cuando le correspondió desde Europa asumir varias representaciones venezolanas. Sin embargo, insistía, hay una sola manera de hacer la verdadera diplomacia: con respeto y transparencia. No se imaginaba a un diplomático de oficio sin cultura, educación y honestidad.

Sobre nuestra historia diplomática afirmaba en un libro que tuve la honra de que me prologara, La diplomacia en mundo globalizado, que la negociación llevada a cabo en Londres por Alejo Fortique durante la Presidencia de Páez (1839-1845) era el ejemplo más sobresaliente de nuestra historia diplomática. Aseveró: “La correspondencia cruzada entre el negociador venezolano y el secretario de Relaciones Interiores de su majestad británica, Lord Aberdeen, ponen de relieve las condiciones de talento, del conocimiento del tema y habilidad negociadora de Fortique”. Precisamente, la Academia Nacional de la Historia, de quien era uno de sus miembros desde 1971, le publicó un trabajo bajo el título de Los papeles de Alejo Fortique.

Le gustaba contar sus anécdotas como diplomático y comparar las distintas etapas de nuestra Cancillería. Recordaba mucho el tacto y el respeto que existía entre los altos funcionarios con sus subalternos en sus tiempos de carrera. Varias veces me contó cómo en la época de la dictadura de Pérez Jiménez, siendo funcionario de bajo rango, recibió una llamada del canciller de turno para pedirle que los honrara con sus servicios al frente de nuestra Misión en Berna, capital en donde nació su único hijo, también hoy embajador. Me preguntaba si en estos tiempos también con igual deferencia se trataba a los funcionarios.

Fueron muchas las obras escritas. Simón Alberto Consalvi, en una intervención ante la Academia de la Historia en junio de 1997, que recoge este mismo portal, señaló sobre don Armando: “Su obra literaria, ya densa y dilatada, tiene este sello característico: la reflexión humanística”. Recordaba el también diplomático e intelectual, entre muchas otras obras: Notas de crítica y de humor, las ideas educativas de Simón Bolívar, La batalla de Bentham en Colombia, su biografía de Alejo Fortique, el gran internacionalista venezolano del siglo XIX. Había escrito, asimismo, sobre Pedro Gual y los orígenes del Panamericanismo. Con el tiempo, el Dr. Rojas fue enriqueciendo de manera notable su contribución a la historiografía venezolana y, de modo muy especial, en cuanto se relaciona con la política exterior. Entre sus obras posteriores debemos anotar Las misiones diplomáticas de Guzmán-Blanco, Los creadores de la diplomacia venezolana, y la Historia de las relaciones entre Venezuela y los Estados Unidos, obra esta verdaderamente esencial para el estudio y la comprensión de las muy complejas relaciones entre el fuerte y el débil, sobre todo en la Venezuela del siglo XIX, de muy poca estabilidad y muy poco juicio político, siglo dominado por las guerras civiles y por los conflictos fronterizos.

La segunda etapa de esa investigación quedó entre sus asuntos pendientes para la historia diplomática venezolana.

Bolívar diplomático y Carta a Dios, con distintas motivaciones son quizás sus más importantes legados. Sobre la primera, una nueva edición reeditada en la Cancillería venezolana durante el año 2005, le dio una gran satisfacción, ser reconocido en la casa a la cual le entregó gran parte de su vida productiva y a dos de sus hijos que siguieron su vocación por la diplomacia. En este texto fundamental con prudencia y gran sentido patriótico, resaltó que la diplomacia venezolana debía ser Bolivariana en homenaje al padre de la patria. Señalaba que “el diplomático venezolano tiene en sus manos una hermosa bandera para el prestigio de la patria. Esta bandera es el pensamiento genial del libertador. La diplomacia venezolana debe ser una diplomacia bolivariana en cuanto debe esforzarse en difundir los grandes ideales contenidos en esa doctrina que es la doctrina de la América libre, soberana, única dueña de su propio destino: de una América, con su propia ideología y su camino propio”.

Don Armando amaba su tierra. Me imagino, porque en el tiempo lo he padecido, la gran angustia que le produjo el desprendimiento físico de su nación mientras cumplía funciones diplomáticas. En la mayoría de sus textos deja colar no solo su afecto por conocer más de la patria y remontar los tiempos perdidos por su ausencia. Seguro que Tovar su pueblo natal siempre estaba en su memoria.

En Carta a Dios (1981) conmovedora entrega de su más profunda intimidad, dedicada a su hija Yolanda, ”más allá de las estrellas, envió esta carta para que la haga llegar a su destinatario”, se preguntó en lo que fue sin duda su más doloroso encuentro con lo irracional y en dónde los cimientos de su fe se estremecieron, con la repetida interrogante de ¡por qué señor te la llevaste …..Pero no oíste, señor, nuestras plegarias, sus plegarias… permaneciste sordo a nuestros clamores y a nuestra angustia. Para ese hombre que estudio la evolución del pensamiento, de arraigo cristiano, que fue capaz en un texto escrito con lucidez y dolor de cuestionar las dudas que a todos los de este reino en algún momento nos embargan. No lo podemos percibir sino como un mensajero, quien se reconoció como un angustiado, un eterno torturado, un inconforme que trato de ayudar con su pluma a superar quizás la más grande de nuestras dudas, su duda, “en este repecho de mi vida cerca ya de la cumbre, me pregunto, ¿he sido feliz?”.

Murió viejo, pero no envejecido. Su palabra y verbo daban fe de su cultura e inteligencia hasta el final de sus días. Le tocó continuar el camino hacia donde podrá confirmar y resolver su angustiosa obsesión a lo largo de parte de su vida: el problema de la existencia de un Ser Supremo, como alguna vez se lo planteó.

Ojalá la Academia Diplomática de quien fue uno de sus primeros directores, más allá de la apatía, rescate sus enseñanzas y obra. La diplomacia del futuro requiere permearse también del pasado.

Este venezolano doctor en Filosofía y Letras en la Universidad Javeriana de Bogotá, en Colombia, no perdió su tiempo en el mundo. Sin dejar de concentrarse por un momento en la realidad venezolana, observó el mundo a sus anchas, aprendió de su realidad para poder resaltar nuestros valores, principios, nuestra amplia historia y sobre todo para alertar sobre las amenazas que se avecinaban sobre Venezuela.

En estos tiempos, por ejemplo,  tan complejos con relación al litigio con Guyana, su experticia hubiese sido invalorable, fue un gran estudioso y defensor de los derechos venezolanos sobre este territorio que indebidamente se nos arrebató en un componenda imperial para lo cual no estábamos ni preparados y sometidos a conflictos internos que al igual a los de estos tiempos nos desenfocan de temas cruciales para nuestra supervivencia como nación. Don Armando se opuso como Director de Política de la Cancillería que Venezuela  reconociera a Guyana como estado independiente hasta tanto no se resolviera el litigio. De habérsele escuchado quizás las negociaciones sobre el tema hubiesen tenido otro asidero .

A sus hijos, María Paola y Armando, felicitaciones por permitir a don Armando seguir viviendo la cuarta edad cada vez que se le reconoce y recuerda.  Ariel y Rafael Armando, sus nietos presentes, que aprendan del legado de su abuelo.

Sin duda,  fue un merecido homenaje a este diplomático de carrera que también nos acompañó durante  este milenio.