Me apasionan y me hipnotizan los movimientos del mar siempre igual a sí mismo, y me rindo ante su furia salvaje cuando sus olas se estrellan contra las rocas y se convierten en blancas espumas que se dispersan en el aire como si asumieran la violenta fiereza del leopardo cuando se dispone a capturar a su presa y el movimiento de ambos al correr dibuja en la espesura o en la calurosa pradera una asombrosa línea de asedio y de pánico. La lluvia también puede ejercer violencia y causar alarma y espanto cuando cae con arrebato: hincha los ríos que se desbordan y destruyen todo a su paso y se arruinan los campos y se pierden las cosechas. En la literatura, estuvo lloviendo sobre Macondo, de continuo, cuatro años, once meses y dos días. Se desempedraba el cielo en unas tempestades de estropicio, y el norte mandaba unos huracanes que desportillaron techos y derribaron paredes, y desenterraron de raíz las últimas cepas de las plantaciones.
Es la lluvia, irascible, pero puede comportarse suave y apagada; caer en silencio, en reducidas y minúsculas gotas, como harina que parecieran esparcir las nubes. Son muy diferentes a las gotas de rocío porque el rocío no cae, están allí, misteriosas; aparecen sobre las plantas en el término de un viaje de secretos recodos y música inaudible. ¡Gotas de rocío!
Cuando veo o pienso en el rocío, o cuando surge inesperadamente de algún poema modernista mi alma se apacienta, se serena y se extasía. Miro a mi alrededor y trato de entender los mezquinos comportamientos políticos y los tropiezos del espíritu, la idiotez humana, la perversidad de nuestros mandatarios, la rudeza militar. El rocío cubre mi verdor; entonces, mi rabia se protege de cualquier acto criminal que en su contra perpetre algún colectivo andrajoso pagado por el propio régimen que me aturde, y decide correr por debajo de las apariencias, pero impetuosa como si fuese alguna de las borrascosas tormentas de Macondo.
Al igual que yo, el país anhela sentir el rocío sobre su piel. Sentir los misterios de su humedad. Padecemos durante largos años una despiadada lluvia de fracasos políticos, vulgaridades y estridencias morales y económicas. Sin rostros sonrientes, sin miradas claras y decididas. Una noche oscura. ¡Hojas secas sin rocío!
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