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Hojas de Petricor: El perro del ministro

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Ese perro era muy valiente. Creía él que lo era. Ese animal ladraba como un demonio por las noches… Por el día se la pasaba ladrando y ladrando y, además, gozaba yéndose al patio del fondo para aprovechar el frío exterior del tanque y soportar allí, a su lado, el calor de las tardes. Si el calor apretaba más, el muy perverso se metía en ese tanque de agua con el que se auxiliaban en la casa, se zambullía y flotaba allí un rato, siempre pendiente de que no fueran a encontrarle ahí dentro y le regañaran por contaminar la única agua posible y potable. Ese bicho era un cacri sin ningún atractivo. Le pusieron Pelo por ser lampiño y era un sabueso de la calle traído a la casa por capricho y con el que se habían acostumbrado a vivir. Destrozaba las matas, arrancaba la grama, se comía las flores, mordisqueaba los juguetes, les ladraba sobre todo a los niños y a las estudiantes del liceo. Le gruñía a todo el mundo. Era un innoble fastidioso, muy odioso. Era un quiltro tan desleído que era verde, lleno de pulgas, de muy malas pulgas y lucía en sus partes unas manchas propias de la violeta de genciana o del azul de metileno que le ponían sobre las escoriaciones de una sarna aguda por la que se rascaba hasta sangrar. Olía a azufre porque también procuraban curarle con ese polvo amarillo y pestilente. Nadie soportaba su mal humor. Muy mal agradecido, siempre botaba la comida cuando le servían sobre su plato. Con afinada puntería le daba con la pata al borde del plato y hacía aquel reguero, por lo que entonces le cambiaron la dieta y empezaron a servirle huesos y sobras sobre el pedazo de una chapa de zinc oxidada. Un día, se les escapó y hasta llegaron a extrañarle. Pero volvió una noche, silencioso, y se escurrió agazapado por debajo de la reja de enfrente. Entonces fue cuando amaneció de golpe con un ataque de ira. Había cogido mal de rabia y, feroz, echaba espumarajos por la boca. Sin embargo, se salvó por la premura en las atenciones de las personas de esa casa donde había vuelto a parar. Se la pasaba mordisqueando unos mazos de madera con los que golpeaba todo por donde iba pasando. Le ladraba a tutirimundachi. Por las noches, ese perro del ministro que se creía tan valiente, pasaba al jardín delantero de la casa, dizque a cuidarla. Ese jardín tenía una reja enorme de hierro que amurallaba el frente de la casa con barrotes continuos. Como el piso tenía un declive, entonces quedaba un ángulo abierto en el extremo izquierdo por donde el infame podía escabullirse para ladrar desde afuera a cuanto caminante veía acercarse. Y vociferaba como un diablo con la candela en el rabo. Pero, a medida que el transeúnte se aproximaba, entonces el perro se escurría de vuelta hacia el fondo del jardín para seguir ladrando endemoniadamente desde allí dentro. Hay muchos perros así. Sí. Ese perro era muy valiente. Creía él que lo era.

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