Cuando Toni Morrison ganó el premio Nobel de Literatura en 1993 era profesora en la Universidad de Princeton, y tras recibir la noticia, que pidió le confirmaran por fax para asegurarse de que no se trataba de una broma, se fue al aula a impartir su seminario sobre africanismo americano. Ahora hay un edificio que lleva su nombre, frente al que paso camino de mis clases, el Toni Morrison Hall.
Su novela Beloved, publicada en 1987, fue un hito polémico desde su aparición, por su forma osada de entrar en el tema de la esclavitud en Estados Unidos. Sethie, esclava en una plantación de Kentucky, prefiere dar muerte a su propia hija para que no tenga que vivir en cautiverio, como ella misma.
El año pasado, el candidato republicano a gobernador de Virginia, Glenn Youngkin, utilizó un video en el que una madre de familia, Laura Murphy, insiste en que se prohíba la lectura de Beloved en las escuelas por su contenido sexual explícito, que llegó a producir “terrores nocturnos” a su hijo; una demanda que había visto frustrada en 2013 cuando el “proyecto de ley Beloved”, que contenía la misma prohibición, no llegó a prosperar. Otra novela de Toni Morrison, Paraíso, había sido sacada de las bibliotecas de las prisiones de Texas porque incitaba a “huelgas o disturbios”.
Para Dana Williams, de la Universidad Howard, la lucha de los padres de familia por expurgar de contenidos sexuales los textos que llegan a manos de sus hijos, lo que esconde es el racismo, porque “los libros como Beloved obligan a hablar de verdad sobre la historia”. El racismo, o la xenofobia, el afán de cancelación. Y la esclavitud. O el totalitarismo, un fantasma que tampoco no deja de rondar, porque también se ha prohibido en algunos sitios El cuento de la criada de Margaret Atwood.
El asunto está, según la propia Toni Morrison, en que la prohibición de los libros, de cualquier lado que venga, busca cercenar la libertad de pensar y la libertad de imaginar, y esconde su naturaleza totalitaria. El propósito es silenciar, y crear un estado generalizado de ignorancia, como ocurre con quienes, desde la perspectiva contraria, rechazan la lectura en las escuelas de Huckleberry Finn, el clásico de Mark Twain, porque contiene términos “racialmente peyorativos”, con lo que se busca un “tipo de censura purista para apaciguar a los adultos en lugar de educar a los niños”. Si Beloved es “obscena”, es porque “la institución de la esclavitud era obscena” escribe Farah Jasmine Griffin en el Washington Post.
En el hermoso documental Las piezas que yo soy sobre la vida de Toni Morrison, dirigido por Timothy Greenfield-Sanders, ella expresa que ser una escritora negra “no es un lugar superficial, sino un lugar rico para escribir. No limita mi imaginación; lo expande…por supuesto que soy una escritora negra… no soy solo una escritora negra, pero categorías como escritora negra y escritora latinoamericana ya no son marginales. Tenemos que reconocer que lo que llamamos “literatura” es más pluralista ahora, tal como debería ser la sociedad”.
Una sociedad que, en cambio del pluralismo que su múltiple diversidad supone, se muestra cada vez más polarizada, y la prohibición de libros en las escuelas sólo es un aspecto entre tantos. La primera enmienda de la Constitución, que ampara de manera radical la libertad de expresión y de culto, se ve constantemente desafiada, sobre todo en el llamado “cinturón bíblico”, que cubre ocho estados del sur profundo, y se extiende por diez más.
Pastores de las iglesias cristianas, juntas escolares, y funcionarios públicos cuidan de que la férrea creencia en el creacionismo bíblico se mantenga incólume, y que en las escuelas y bibliotecas no asome nada que tenga que ver con la enseñanza de la biología evolutiva, la educación sexual, el aborto, y el tema LGTB, un territorio arcaico, de cultura que sigue siendo rural, y donde campean hoy a sus anchas el negacionismo sobre la catástrofe ambiental y el rechazo a las vacunas.
Fue allí donde se dio en 1925, en el condado de Dayton, en Tennessee, el famoso “juicio del mono”, cuando un maestro, John Scopes, fue condenado por enseñar la teoría de la evolución; la ley Butler declaraba ilícita «la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores». Triunfó, así, la teoría fundamentalista de la creación del mundo, que un siglo después sigue desafiando a la ciencia desde los púlpitos y las juntas escolares.
En 1999, la Junta de Educación de Kansas aprobó eliminar de los currículos de los colegios estatales toda mención al origen y evolución del universo. Tanto La breve historia del tiempo de Hawkins como El origen de las especies de Darwin son, pues, materia subversiva. Y en el año 2007 se inauguró en Kentucky el Museo de la Creación, donde los dinosaurios conviven con los seres humanos, como en la tira cómica de los Picapiedra, porque así lo dicta el creacionismo bíblico.
En el condado de McMinn, cercano al de Dayton, la junta escolar ha prohibido este mismo año la lectura en clases de la célebre novela gráfica Maus, de Art Spiegelman, que trata sobre el holocausto, bajo el pretexto de que contiene malas palabras y un desnudo, lo que el autor atribuye más bien al antisemitismo.
Pocos días después, el pastor Greg Locke organizó en Nashville , en el mismo estado de Tennessee, una quema de libros donde ardieron Harry Potter y la novela gráfica Crepúsculo, de Young Kim y Stephenie Meyer, por ser “libros satánicos”.
En 1933, vamos llegando al siglo de ese hecho, se dio la quema de libros perpetrada por los nazis en la Plaza de la Ópera de Berlín. La diferencia está en que esta otra se transmitió por Facebook Live. Pero las dos épocas cada vez se parecen más.
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