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Hoguera de vanidades

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Juan Guaidó, El Nacional

Foto EFE /Archivo

Existen razones de orden práctico qué sin vulnerar principios y valores de necesaria observancia, deben anteponerse a preferencias coyunturales de algunos actores políticos y sus seguidores cautivos. En días recientes se impuso la sensatez al decidirse la continuidad del novelesco gobierno interino –no es este un calificativo desdeñoso, antes bien, solo intenta revelar una objetividad funcional–, dejando a un lado las intenciones de quienes pretendían imponer reformas estatutarias y con ellas cambios de rumbo por demás inconvenientes para la articulación existente entre lo poco que queda de institucionalidad constitucional y la comunidad de naciones democráticas. Menguados recursos tienen los demócratas venezolanos para sostener la tesis del cambio político indispensable y sobre todo el empeño de no ceder a los desplantes de la sinrazón. Continuamos pues sobre el único tracto que de momento podría conminar una fórmula de entendimiento entre factores de poder que siguen disputándose el control exclusivo sobre los asuntos públicos –quede clara nuestra posición al respecto: todas las tendencias políticas vigentes, naturalmente incluido el chavismo, deben concurrir al gran acuerdo nacional–. Esto lo decimos porque en las actuales circunstancias, no hay otra forma de salir de la crisis que nos envuelve, que no sea el entendimiento político entre los extremos en conflicto.

Al tiempo de escribir estas breves líneas, continúan rampantes las expresiones de soberbia tanto de personeros y voceros del régimen como de algunos adalides de oposición política que con sus actitudes ignoran flagrantemente las necesidades básicas de la gente que en Venezuela sufre y espera. Exhiben en sus alegatos, acciones y reacciones, esa suposición excesiva de habilidades para atraerse la voluntad de los demás, tanto como la arrogancia de quien no solo se cree dueño de la verdad, sino además que todo lo puede sin recurrir a imprescindibles alianzas y acuerdos de consenso nacional. evidentemente y entre tanto engreimiento, siempre habrá honrosas excepciones, esto es, actores políticos cuyas actitudes permiten otear esperanzas de lucidez que  contribuyan al restablecimiento del sosiego social.

En Venezuela seguimos viviendo días de “represión en caliente” –tal y como aquella que se conoció en los prolegómenos de la guerra civil española–, sustituyendo en nuestro caso toda fórmula de alternabilidad democrática por el predominio irreductible de una revolución que no solo no ha sido tal cosa, sino que ha desmantelado el país y sus posibilidades como nunca se había visto en su accidentada historia republicana. La tal revolución no es al día de hoy un movimiento popular ni mucho menos de izquierdas; si alguna vez tomó control de los asuntos públicos y privados –no olvidemos las expropiaciones forzadas y las tomas ilegales de activos pertenecientes a los particulares–, ya no es capaz de equilibrar y resolver absolutamente nada –solo es apta para encauzar esa brutal represión previamente aludida y el aparato propagandístico que a estas alturas ya no convence a nadie–.

Lo más triste del caso es que algunos factores de oposición política –de cierta relevancia en el acontecer nacional– se han dispuesto a seguirle el juego de ardides y simuladas intenciones de entendimiento democrático que ha venido auspiciando el régimen desde que se introdujeron las sanciones impuestas por la comunidad de naciones y se produjo el desconocimiento de las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias, por no considerarlas lícitas ni transparentes. Un juego siniestro que como dijimos al comienzo, ignora el profundo clamor popular que exige justicia y sobre todo un cambio de rumbo que devuelva la viabilidad democrática al país; de allí precisamente el desgano de las masas populares ante las más recientes convocatorias de los líderes de oposición. Hagamos nuevamente la necesaria salvedad: hay excepciones dentro del liderazgo democrático.

Lo que estamos viviendo en la Venezuela de nuestros días aciagos es la absoluta inexistencia del Estado de Derecho –recordando la frase del gran Ortega y Gasset cuando se materializaba el tránsito de la España Liberal Borbónica a la Segunda República, pudiéramos decir con certeza: ¡Venezolanos, vuestro Estado no existe! Reconstruidlo–. No tenemos leyes ni normas que se respeten, tampoco un poder público que las haga valer oportunamente y de tal manera sostenga los legítimos derechos del ciudadano. No hay verdadera confianza en las políticas públicas que se perciben como meramente pragmáticas, inestables y sobre todo insinceras. Estamos ante la fantástica apariencia de una reactivación económica que ignora el estado de necesidad en que vive más del noventa por ciento de la población venezolana. Ya va siendo hora de que gobierno y oposición terminen de entender que sin acuerdo y salida democrática no habrá solución posible, solo agudización de nuestros males de actualidad. La ciudadanía agobiada por tantas carencias acumuladas al correr de los años de inútil e innecesaria confrontación –promovida por el régimen– no está en condiciones de aguantar hasta la llegada del vaporoso proceso electoral de 2024 –sobre el cual todavía no existen garantías de legalidad, idoneidad y transparencia, menos aún de respeto a los resultados, si a juzgar fuésemos a la luz de la experiencia recientemente vivida en Barinas–.

Mientras no se extinga la hoguera de vanidades que aún envuelve a los actores políticos de parte y parte, no conoceremos el ánimo genuino de resolver un serio problema que exige más que nunca el concurso de gente seria, consciente, inteligente y honesta. Continuará el pugilato trabado entre dos debilidades contrapuestas y equilibradas –hasta que alguna de las dos claudique a costa de un mayor deterioro en las condiciones de vida y expectativas de recuperación del país–. Pero hay una opción conductual que bien podría marcar la diferencia: dar por terminada esa estéril –aunque muy dañina– disposición de que hablábamos al inicio de estas líneas, la que insiste en recrear el nocivo juego de quienes no parecen estar dispuestos a restituir la funcionalidad y vigencia del sistema democrático.

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