OPINIÓN

Historiador: oficio de riesgo

por Emilio de Diego García Emilio de Diego García

Foto Andreu Esteban | Europa Press

La labor del historiador ha experimentado, en cuanto a su estimación social, los altibajos lógicos según la importancia que cada sociedad ha concedido a la historia. No era la misma en tiempos de Roma, cuando Salustio señalaba, como tarea de ésta, la de apostar por la regeneración moral de la sociedad, que hoy, momento en que asistimos a su parcelación interesada en los planes de estudio y, por último, su suplantación a manos de un conocimiento esencialmente distinto, encaminado a mantener la división social en beneficio de intereses partidistas.

Entre el catálogo de reformas del Código Penal, sobre sedición y malversación, y de leyes «revolucionarias» dictadas estos últimos tiempos (la del aborto, la del «sí es sí», la «trans», la del bienestar animal y la de memoria democrática), disposiciones todas ellas de enorme trascendencia, he de referirme aquí a la última citada. La ley de memoria democrática quebranta la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. Era aquella una ley verdaderamente inclusiva buscando el consenso, para superar las secuelas de la Guerra Civil, que aún existían. Una norma para la convivencia pacífica y democrática desde la libertad y la igualdad, amparada por la monarquía democrática y la Constitución de 1978. Por primera vez, en los dos últimos siglos, los españoles, ante el asombro de propios y extraños, mostraban su capacidad para convivir en libertad.

La ley de memoria histórica no deroga expresamente la Ley de Amnistía, simplemente la mantiene para unos y condena a los otros. Se trata de una norma excluyente que busca incapacitar a los españoles para superar su historia, pretendiendo borrar una parte de ésta. Algo imposible porque lo que fue sólo puede superarse desde el conocimiento, no desde la ocultación. Eso sí, para imponer la memoria de unos, hay que intentar suprimir la Historia de todos. Tal planteamiento es inseparable de la mentira. Y se apoya en la coacción, sin considerar que en España, para nuestra desgracia, hemos tenido ya demasiados «trágala» de diferentes signos, desde Cádiz hasta hoy. La ley de memoria histórica viene a ser uno de los más clamorosos «liberticidios» de nuestra Historia Contemporánea. Un intento de sumar al cortijo del pensamiento único la finca de lo que se debe recordar y lo que debe ser olvidado, quiérase o no.

Hace ya más de tres lustros escribí que «cualquiera que aspire a merecer el título de historiador está obligado a esforzarse por profundizar en el rigor epistemológico y metodológico de los estudios historiográficos, para separar historia y memoria, conceptos que tienden a ser antitéticos. El primero a la búsqueda de la objetividad en la mayor medida posible; el segundo, hacia la subjetividad sin paliativos. El esfuerzo científico es para el historiador siempre una obligación irrenunciable, hoy más que nunca, con el fin de erradicar, o al menos disminuir, la recurrente manipulación del pasado, que viene haciéndose a través del relato desquiciado y surrealista, construido desde la mayor indigencia intelectual, al servicio de intereses espurios.

Resulta difícil comprender que, entre tantos historiadores émulos de Ortega y Gasset, apenas unos cuantos y con no pocas cautelas, hayan respondido al «desafuero memorístico» recordando la petición de don José, cuando invocaba que nada de lo acontecido en nuestro país quedara sin provecho para el aumento vital de España, a través del mejor estudio y del conocimiento sincero de lo ocurrido, mediante la capacidad de la historia para poner las cosas en la debida perspectiva. Debemos rememorar nuestro pasado –añadía– sea éste perfecto o imperfecto, basta que sea nuestro pasado esencial. Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos superarla, y no recaer en ella una y otra vez.

El historiador puede llegar a ser muchas cosas, hasta una especie de novelista del pasado, dejando al escritor de novelas historiar el presente, según escribía G. Duhamel. Sin embargo, no podrá ser nunca el aliado de quien trate de recortar o anular la libertad, incluso aunque se convierta en lacayo de cualquier poder que pretenda someter al hombre, porque en ese caso ya habría dejado de ser historiador.

Nunca fue fácil tratar con la historia buscando en ella la verdad. Tal sería el desafío permanente del historiador. Un ejercicio «prometéico» sabiendo que sólo dominará una parte de ella y, a la vez, que no puede claudicar en sus intentos para alcanzarla. Imperativo moral irrenunciable pues el intelectual auténtico, advertía García Morente, no puede servir más que a la verdad. A la vista de la situación parece claro que el oficio de historiador es hoy, en España, una profesión de alto riesgo; porque estamos a merced de la coacción, concretada en toda clase de sanciones, en caso de ejercer como tales; o de la «muerte» profesional si no lo hacemos, negando así nuestra propia legitimidad.

Artículopublicado en el diario La Razón de España