Con justificada y comprensible emoción leo carta remitida por Héctor Alonso López, un hermano de luchas quien además fue nuestro maestro y paradigma de conducta política en esos tiempos iniciáticos de la carrera política que emprendimos desde 1972 a nivel nacional. Recibir esa misiva del líder que nos marcaba el derrotero y hacía sonar el diapasón de nuestros acordes y sueños juveniles, es renovar esas esperanzas que siguen vivas y vigentes en nuestras almas y en el sentir de los miles de renovadores esparcidos por toda la geografía venezolana y ahora también como parte de la diáspora.
Héctor Alonso me agradece la referencia que hago sobre su trayectoria en mi reciente libro ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos?, en el cual señalo «fue un timonel exitoso del movimiento juvenil a quien se le entorpeció el ascenso a la Secretaria General de Acción Democrática, hecho que cambió, indubitablemente, la historia del partido y de alguna manera, consecuencialmente, la del país”. Como dijo Cecilio Acosta: “Hacer justicia no es favor”. No hice un halago gratuito, lo que escribí sobre tí, Héctor Alonso, es la fiel descripción de un líder auténtico que estuvo a punto de cambiar el destino del partido Acción Democrática y que seguramente, con ese proceso de renovación –para entonces en marcha– le habríamos ahorrado a Venezuela estos desenlaces que nos empujan, más y más, al fondo del abismo de donde pretendemos salir lo antes posible.
Es pertinente recordar que en octubre del año 1991, tuvo lugar la Convención Nacional del partido, celebrada en el parque de Naciones Unidas de la Parroquia Paraíso de Caracas. Allí, Luis Alfaro Ucero aventajó a Héctor Alonso por 72 votos. Insólito resultado, si inventariamos las consecuencias de algunos sucesos previos, como el escamoteo de la victoria que días atrás habíamos coronado en los estados Bolívar, Aragua y Mérida, con cuyas delegaciones hubiésemos consolidado el triunfo de nuestro candidato a la Secretaría General Nacional.
No quiero jugar a “lo que hubiera sido y no fue”, pero apelando a la imaginación ligada con hechos absolutamente probables, advertimos la desgracia entrañada en esos momentos en los que se frustraron nuestras propuestas de cambio en la conducción de la organización, fracaso que pulverizó la posibilidad de haber evitado que el partido se plegara a la defenestración del presidente Carlos Andrés Pérez en 1993.
Con Héctor Alonso –liderando a Acción Democrática- otro hubiese sido el devenir del partido y no esa historia oscura que nos hizo perder el rumbo como partido de gobierno y a su vez liquidar el plan económico, político y social puesto en marcha a partir de 1989, mediante el cual se pretendía dejar atrás el rentismo; deslastrarnos del pervertido pragmatismo que dio origen al clientelismo que entre otras expresiones, como las mutuas descalificaciones entre los voceros de los partidos, alimentaba los sentimientos de la anti política. Se avanzaba a dar el paso firme hacia la descentralización, abrir el sendero constitucional de los derechos y garantías económicas congeladas, así como reducir el tamaño del Estado, lo cual no implicaba su insignificancia, sino más bien la redefinición como ente fundamental de la institución pública; todo lo cual conllevaba una novedosa mirada a sus capacidades, funciones y misión en el entramado de la Venezuela que se estaba configurando bajo el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez. El sólo dato que para finales del año 1991 el crecimiento económico verificado rondaba los 10 puntos, es más que suficiente para lamentar que se haya truncado o descarrilado esa locomotora que viajaba hacia el definitivo y luminoso gran viraje.
Esa visión transformadora tuvo, y tiene, en Héctor Alonso, un pedagogo predicante para toda Venezuela con un pensamiento vigente que se resume en sus dos más sobresalientes pensamientos, uno convertido en libro y el otro hecho formulación y práctica. Primeramente, la política con rostro humano, el rostro humano de la política: mentís formidable del maquiavelismo criollo que impuso, en degradación salvaje, el método «catch as catch can» en la política venezolana y desde luego en la política interna en AD, cuyo mejor resultado fue la felonía contra Carlos Andrés Pérez. El otro pensamiento, o cambiamos o nos cambian, que lejos de entrañar una admonición retrechera o de pesimismo, es un cuasi silogismo de la inteligencia de vida de él.
Héctor Alonso, que ha concebido la política como un ejercicio para servir, no sólo en la hora exigente de la representación sino en el tiempo de la confianza entregada, que, echada al olvido, o distraído del compromiso inicial, la paciencia y tolerancia popular agotada y perdida termina cambiando de sentimiento y querencia. No siendo una frase apocalíptica tuvo algo de profética. “O cambiamos o nos cambian”, fue también una frase de alto contenido ético: todo pueblo está en la obligación de cambiar de emoción, de convicción y de pertenencia, cuando es abandonado o descuidado por quienes teniendo la confianza popular la trueca por el goce particular de beneficios y por el fetiche arrogante del poder, sin servicio y sin bondad, ni inteligencia ni humildad. Ante todos esos acontecimientos, apreciado Héctor, estimo que es hora de realizar una indispensable e ineludible jornada de autocrítica que nos permita sacar conclusiones respecto a los errores que todos cometimos en este trance. Siempre te escuchaba decir que «la autocrítica es la mejor vía para la rectificación».
Demás está decir que también otra hubiese sido la percepción social y la dinámica del escenario político frente al golpismo impulsado, entre otros, por Hugo Chávez y el siniestro plan de los protagonistas de la «rebelión de los náufragos».
El pasado domingo 12 de septiembre, Héctor Alonso publicó una crónica que resume ese ciclo histórico de manera extraordinaria y coincido con la calificación del historiador Ramón Rivas Aguilar al decir sobre ese relato que “se trata de un juicio del pasado de Acción Democrática y un pronóstico anticipado (sic) de cara al futuro”. En ese diagnóstico y en esa visión, y en muchas otras cosas más, tenemos Héctor y yo, muchas coincidencias.
Pensamos en que esta es la hora de la unidad con sensatez, unidad con propósitos, conducida por un liderazgo firme, valiente, inteligente y sobrio, como esas virtudes que distinguían a Leonardo Ruiz Pineda, según palabras de Gallegos: “El hombre de la fina valentía y de la gozosa audacia”.
Un liderazgo como lo pidió Jehová a Josué cuando encaró la odisea de llevar al pueblo a la tierra prometida: «Sé fuerte y valiente… solo esfuérzate y sé valiente… no temas ni te acobardes». Pensamos que es esta, una circunstancia en la que debemos inspirarnos en los acontecimientos ocurridos en aquella mezcla de audacia, iglesia, balcón, sotana, mensaje oportuno y pueblo que germinó la libertad aquel 19 de abril de 1810, porque nuestra intención de independencia alumbró en una plaza pública –y comadrona fue una asamblea ciudadana– no en un cuartel, teniendo en cuenta que esas bayonetas fueron desenvainadas después para cantar victoria en Carabobo el 24 de junio de 1821.
Ciento diez años después, Acción Democrática dictó una pauta muy nítida en el Plan de Barranquilla cuando apeló a la necesaria participación de los líderes civiles para que se dispusieran a administrar los asuntos públicos. Esa línea cobra mayor justificación ahora cuando estamos padeciendo las nefastas consecuencias del desempeño desastroso del pretorianismo, posmodernista, de nuevo cuño.
Otro legado de esa generación prometedora fue su entusiasmo por defender las garantías que hicieran posible que los venezolanos nos expresáramos libremente, que pudiéramos divulgar nuestros pensamientos en artículos de prensa y en los mitines programados como el del 13 de septiembre de 1941 en el Nuevo Circo de Caracas. Ese acto resume lo que comenzaba a ser en la realidad de entonces el ejercicio de los derechos individuales de asociación, de participar en reuniones y a desplazarnos libremente. El derecho de asamblea. El derecho inalienable que cada pueblo, caserío y aldea, cada barrio y urbanización, tuviera su asamblea, su comité de base.
Me retrotraigo a esos episodios para fundamentar la aspiración que apellidamos «renovación» en aquel proceso de los años 1990-1992. Nosotros le estábamos proponiendo al partido y desde nuestra trinchera partidista al país todo, una agenda de cambios sin perder la esencia de los mejores tiempos del partido. Pretendíamos rescatar el propósito originario, betancouriano, de instalar en Venezuela una cultura civilista.
Queríamos practicar la política con pedagogía y que de los debates callejeros o mediáticos saliera la voluntad soberana de los ciudadanos, puesta de manifiesto a través del voto universal, directo y secreto. Por eso AD era más que una maquinaria arrolladora, era una escuela de ciudadanía para que por la vía del ejercicio democrático se dirimieran las desavenencias, apartando definitivamente de la escena la presencia grosera y violenta de las montoneras. Muy claramente lo proclamaron nuestros fundadores que aspiraban ponerle punto final “al desmigajamiento nacional forjada por politiquillos de aldea, por miopes caciques de caserío”.
La impronta de AD en la fundación de la democracia es resaltante, diría que protuberante: así, paradigmático, es como sobresale la figura de Gonzalo Barrios como el precursor de la alternabilidad, cuando prefirió reconocer o admitir “una derrota discutible, que defender una victoria sospechosa” (la diferencia entre Rafael Caldera y Gonzalo Barrios, en las elecciones de 1968, no fue mayor de 30.000 votos). En 1969 el presidente Raúl Leoni traspasó el gobierno a un líder de la oposición.
Por eso y mucho más calaron aquellas máximas de que Acción Democrática es “el partido del pueblo”, con su Juan Bimba pertrechado del bollo de pan y caminando pueblo por pueblo con su sombrero de cogollo en la cúspide de sus pensamientos y sentimientos, y que el partido había figurado y concebido “a imagen y semejanza del pueblo venezolano”. Por lo tanto, tal como me lo recordó, recientemente, mi compañero Justo Mendoza, según palabras de Andrés Eloy Blanco: “Acción Democrática está en la geografía del venezolano tanto como en la geografía de Venezuela”. Y es verdad, Acción Democrática era el reflejo en un espejo del país que se estaba macerando en ideas, líderes, partido y masas. Era la expresión genuina de esa sociedad policlasista en la que predominaban las inquietudes liberales.
Por eso mi estimado Héctor Alonso, es necesario e impostergable repensar a Venezuela. Esa es una de las tareas que me propuse plasmar en mi libro que me honraste en leer, en el cual no me limito al diagnóstico de la catástrofe que nos oprime, sino que me esmero en articular ideas para la Venezuela que imaginamos para el futuro. Sigo pensando que el gran objetivo de todo nuestro esfuerzo debe ser producir el cese de la usurpación e inmediatamente instalar un gobierno de transición con carácter unitario, con un mínimo de puntos previamente acordados para reconstruir la República y sus instituciones.
Aplicar un plan extraordinario de carácter social para asistir a la población que está acorralada en la pobreza, sacarla de ese hueco, y eso no se logrará limitándonos a poner en marcha métodos de ayudas espasmódicas, que solo sirven para que esos millones de seres humanos sobrevivan en la miseria y en correlativo subdesarrollo. Será inevitable activar un plan extraordinario para renegociar la deuda pública externa, en el entendido de que un país con su población padeciendo los rigores de una hambruna no puede estar dándole prelación al pago de una deuda externa que, además, es de dudosa procedencia.
Hay que procurar dinero fresco en el BM, en el FMI, en el BID, etc. Hay que rescatar capitales robados, crear ambiente atractivo para frenar el empobrecimiento y para el despegue viable desde la arquitectura de la prosperidad, con seguridad jurídica, gobernanza, confianza, etc., para repatriar capitales colocados en el exterior, mientras adentro se rehabilita el BCV y se ataca la hiperinflación con el diseño de un signo monetario para la coyuntura. El dinero que se canalice debe orientarse a reactivar el aparato productivo, garantizando la adquisición de materia prima e insumos necesarios para que las miles de fábricas e industrias paralizadas se pongan en producción, se genere empleo, capital social y riqueza interna. De ahí saldrán fuertes palancas para que la gente emprendedora salga de ese pantano de pobreza: empleos estables, bien remunerados y una educación de calidad, insisto.
Otro plan a poner en marcha debe ser para rescatar la infraestructura: acueductos, electricidad (prioritariamente las termoeléctricas), fuentes de gas, hospitales y ambulatorios, escuelas y universidades, campos deportivos y centros culturales, vialidad primaria y secundaria, sistemas de riego, silos, y simultáneamente acordar con el sector agropecuario un fondo para producir por lo menos 10 rubros alimentarios (seriales, hortaliza, tubérculos, sector cárnica, leche, aves, porcinos, pesca), garantizándole semillas certificadas, vacunas, crédito oportuno; un parque de repuestos para la reparación de maquinaria agrícola, desde tractores, cosechadoras, bombas, vehículos de transporte, etc.
Igualmente deben ser rehabilitadas las miles de unidades de producción con que cuenta Venezuela a lo largo y ancho del país, tanto como política económica y laboral, como acto de justicia para con los propietarios confiscados por la voracidad y la envidia inoculada por los ideólogos enemigos de la generación de riqueza y bienestar. Habrá que erradicar el mal endémico de la matraca que tiene sus peligrosos vectores en esas alcabalas de la inmoralidad.
No es noticia nueva para ti Héctor Alonso, ese anterior párrafo, debes recordar las emocionantes exposiciones de Alberto Herrera y Peña Navas mientras viajábamos por carretera hacia San Felipe.
La Venezuela rentista debe desaparecer, igual ese mito de que “somos ricos porque tenemos petróleo”. Será la hora de la economía del conocimiento entrelazada con una economía solidaria de mercado. Sueño con ese país en donde se privilegie un gran plan de educación con calidad, con una visión de corto, mediano y largo plazo. La piedra angular de la nueva Venezuela tiene que ser la educación. De ese tema hablaba con pasión enternecedora tu padre, Gustavo Amador López. Fue a él, conversando en el apartamento de la tía Delia en el edificio Claret, en la calle Negrín, de Sabana Grande, a quien le escuche decir eso de que “la inteligencia que estimulemos en la cabeza de los niños será el petróleo que nunca se acabará”. ¡Qué gran verdad! Ahí está la auténtica riqueza renovable.
Pdvsa está seriamente averiada dejó de ser la segunda transnacional petrolera del mundo, con 22 refinerías procesando crudo, esa industria que en el segundo gobierno de CAP llegó a incrementar en 1 millón de barriles su producción. Ante su descalabro lo conveniente será crear una Agencia Nacional de Hidrocarburos, mientras se dicta una nueva ley de esa materia. Un ambiente de seguridad jurídica generará confianza y estabilidad política, que servirán para captar capitales financieros privados para acometer la misión de relanzar esos commodities. Las refinerías y otros enclaves como el de la CVG en Guayana, deben ser atendidos, en el entendido de que se acabó el Estado benefactor e intervencionista. Nuestro querido Homero Parra debe estar tarareando en el cielo estas ideas que tanto discutía con nosotros.
La Venezuela que resurja debe contemplar planes ambientales, esa es una realidad que nos confirma que la era de la descarbonización está en marcha. Las energías alternas no deben estar fuera de los planes de esa nueva Venezuela. Igualmente la realidad de un mundo multilateral en donde Venezuela debería incursionar con serena audacia, racionalidad y talento. La ciencia y la tecnología nos rebotan en la cara y la reacción no debe ser esquivar esa realidad. La era de la cibernética, de las monedas virtuales, es lo empírico, lo fáctico.
Todo eso es posible hacerlo en el marco de una emergencia humanitaria. Pienso en un Plan Marshall a lo venezolano y en un Plan Colombia adaptado a la realidad actual de Venezuela, en donde opera un Estado Criminal y Forajido que será imperioso desarmar y desmantelar. La Fuerza Armada Nacional debe ser restablecida conforme a lo que dicta la Constitución Nacional en su artículo 328. Debe garantizarse la plena libertad de expresión, cerrar el ciclo de presos políticos, de inhabilitaciones en Venezuela, discriminaciones de todo orden, y expulsar del territorio nacional a las fuerzas irregulares que la invaden.
Ese gobierno de transición debe tener un límite de tiempo, no menos de 20 meses. Sus integrantes deberían emular el compromiso de los integrantes de la Junta de Gobierno de 1945: no competir en las elecciones democráticas que sobrevengan y en las que no exista la figura de la reelección, que para mi, debería eliminarse, pero si incorporar la figura de la doble vuelta electoral.
Los nuevos gobernantes deben ser implacables con los responsables del latrocinio perpetrado y más transparentes que la luz del sol. Pienso como nuestro admirado Chelique Sarabia que “la crisis más difícil a superar es la moral”, para dejar esa pandemia que mata los valores será menester mucha familia; que amenazada como está por el Estado totalitario que pretende convertir el núcleo fundamental de la sociedad –la familia– en un simple vocablo jurídico, sub iúdice de la jerarquía del poder, desprovista de su más alto propósito: la educación de sus miembros. Sometida al hegemónico estado comunal para invisibilizarla.
El Pacto de Puntofijo (1958) debe ser de obligatoria consulta como referencia histórica exitosa. Por eso en las páginas postreras de mi libro presento, a consideración de todos los sectores políticos, sociales y económicos de Venezuela, la idea de suscribir un Pacto de Estado en el que incluyamos, previos debates y acuerdos, los puntos mínimos indispensables para dar lugar a la reconstrucción o, como sugieren los prelados de la Iglesia Católica, refundación de la República. Estas son inquietudes que comparto contigo apreciado Héctor Alonso, sin presumir que sean la Biblia, pero sí un humilde ejercicio propiciador de intercambio de criterios. Lo que sí aseguro es que esta terrible crisis no será estéril, como tampoco serán en vano tantos sacrificios encarnados por las mujeres y hombres que se inmolaron encarando esa tiranía. Venezuela es más grande que sus dificultades y tiene que ser igualmente más inmensa que nuestras ambiciones personales.
Mi muy apreciado Héctor Alonso, desde este exilio añoro, con un inenarrable dolor de patria ausente, la Venezuela de mis desvelos y echo mano al genio de nuestro insigne poeta Andrés Eloy Blanco para decirte con su verso mi estimado Héctor: “Ya la patria está muy lejos, la escucho ya en canciones y relatos, la busco ya en cartas y retratos, la encuentro ya como el amor a los viejos, no digo aquella de los cien reflejos, en el machete de sus arrebatos, sino la de sin maldad y sin zapatos, la de pie y de agua como los espejos”.
Mi corazón, mi leal conciencia y mi inseparable Mitzy, saben cuánto deseo estar allá, en la arena del combate, sin rendirnos jamás.
Se despide, siempre amigo y compañero.
Antonio Ledezma
Desde el exilio, Madrid, 15 de septiembre de 2021.