Ministra de Asuntos Sociales de España, Ione Belarra / Foto Europa Press

La ministra de Asuntos Sociales, que es además la marioneta de Pablo Iglesias e Irene Montero a título simbólico de secretaria general de Podemos, celebró el Día de la Hispanidad con una sonrojante reflexión, impropia incluso de un niño de cinco años criado por Evo Morales y Nicolás Maduro a la vez.

Dijo, disfrazada de palestina en su coche oficial y antes de rematar la jornada en una buena marisquería probablemente, que España debería cambiar de fecha para su Fiesta Nacional para evitar coincidir con el «aniversario de un genocidio contra los pueblos de América Latina».

Es el segundo genocidio que la perspicaz Belarra detecta en 48 horas, capaz de acusar a Israel tras la matanza perpetrada por Hamás en su suelo hace 10 minutos y, ahora, al país del que es ministra por unos hechos comenzados hace 500 años.

Ninguna de ambas sandeces, que combinan lo peor de la ignorancia educativa con lo más radical del deterioro ideológico, tendrían demasiada relevancia si Belarra depositara sus deyecciones en el lugar oportuno, que puede ser perfectamente el retrete de la facultad donde tal vez pintarrajeaba sus consignas adolescentes.

Pero que lo haga desde el gobierno, en el Día de la Hispanidad y a punto de acudir a La Zarzuela a saludar a los Reyes apela directamente al presidente Sánchez y le coloca en una disyuntiva: o suscribe pasivamente los discursos insultantes contra España de una de sus ministras, o la destituye con urgencia y una explicación pública rotunda de las razones.

Sánchez se ha quejado, a través de sus altavoces, de los abucheos recibidos en un día tan señalado, el único del calendario donde se roza con ciudadanos ajenos al casting de ovinos seguidores que le colocan en sus actos habituales, tan auténticos como la familia perfecta que se alquila Juan Luis Galiardo en la célebre película de León de Aranoa.

Pero viendo la tolerancia o complicidad con quienes agreden a España desde puestos públicos, obtenidos tras juramento constitucional e incluso en las fechas más señaladas para quienes sienten orgullo por su país y lo celebran cívicamente; los cánticos de repudio son un humilde arañazo al lado de los méritos cosechados para acabar en el pilón del pueblo más cercano.

Combatir la leyenda negra de España no solo debería ser una obligación prioritaria para un presidente por razones estrictamente morales, también por cuestiones prácticas: de la imagen de un país depende su capacidad exportadora, su papel en el mundo, su penetración comercial y el éxito general de sus productos de cualquier tipo.

Suscribir el delirio indigenista de la recua populista que asola Hispanoamérica y reescribir una de las historias más deslumbrantes de la Humanidad para adaptarla a un discurso justificativo de la incompetencia propia, es incompatible con ostentar una representación del máximo rango.

Nadie se imagina al presidente de Francia, el Reino Unido o Estados Unidos albergando en su seno a ministros que desprecien a sus países en ninguna ocasión, con ningún pretexto, y menos aún coincidiendo con la conmemoración de su día grande.

La culpable no es Belarra, una analfabeta envenenada de comunismo quinceañero, sino Sánchez, que añade cada día un desdoro a su ya amplísimo historial de bochornos: cuando creíamos que negociar la Presidencia con un prófugo, un terrorista y un golpista era insuperable; nos ha sorprendido una vez más con su tolerancia a gobernar con gentuza que se siente más cercana a Hamás que a Israel y a Moctezuma, que era un caníbal, que a Hernán Cortés, que fue más grande que Alejandro Magno.

Artículo publicado en el diario El Debate de Espeña


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