A medida que pasa el tiempo, en época carente de certezas, nos vamos aferrando a alguna, con mayor fuerza a aquellas referencias que sustentan nuestra confianza. Cada vez son menos, pero más firmes, unas en el ámbito de la fe, otras en el de la experiencia empírica, sin que ambos dominios se excluyan, o se reduzcan recíprocamente, de forma obligada. Cuando me pregunto en qué creo, para contestar honestamente me digo, en pocas cosas. Ahora, a la vuelta de Semana Santa, con la Resurrección como cima, creo en Cristo inevitablemente. En cualquier otro momento a esa creencia, añado la experiencia que he ido acumulando en mi vida profesional, como historiador, la seguridad de que todo sistema corrupto muere, más bien pronto que tarde.
La corrupción es el peor de los tumores malignos que podemos padecer, porque lleva en sí misma los gérmenes de su autodestrucción. Acaba provocando metástasis en la mayoría de los casos. Tardan, más o menos, en manifestarse alguna muestra de esta patología. Casi siempre, los primeros síntomas se combinan pronto entre sí y terminan por transmitir a la sociedad, en resumen, la imagen de «la Administración y la Hacienda como pasto de la inmoralidad y el agio». Este lenguaje decimonónico se acoge, en nuestros días, a otras palabras, diferentes en la forma, pero igualmente denunciadoras de un estado de salud moral y material tan preocupante como insostenible, por mucha que sea la «resiliencia» de la sociedad que la padece.
El proceso se acelera, de modo exponencialmente llamativo, cuando alcanza el punto en el cual la mayoría siente «hollada la ley fundamental». Un panorama que genera desconfianza y desorientación colectivas, extendiendo el temor entre los ciudadanos, cuando los causantes de esta degeneración son aquellos elementos cuya función social, la que los sitúa en la posición de «poder», les exige la obligación de defender la Constitución. Y sin embargo, llegan a agredirla, sistemáticamente, con alevosía y premeditación. La falta de pudor de tales sujetos conduce a los ciudadanos, por mucha que haya sido la propaganda para anestesiar su sensibilidad democrática, a exigir la regeneración social y política. Perciben entonces la contumacia y el voluntarismo extremo de quienes se resisten por todos los medios, y no pocos enteros, es decir sin límites, a cambiar su conducta, atados al afán de mantenerse en su privilegiada posición a costa de todos. A partir de ahí es la hora de acudir a todas las armas de la democracia.
La gente, el pueblo en su formulación más repetida, demanda la recuperación moral y política, por muchos que sean los subterfugios empleados por los responsables del fraude. Los amaños con los que intentan ocultar la gravedad de la situación acaban siendo contraproducentes, para los mismos agentes de la corrupción, que abusan de ellos sin respeto alguno, ni siquiera, o en primer lugar, a sí mismos. El escándalo contamina entonces el ambiente, de modo irresistible. Huele mal, tanto que el aire de la corrupción se hace irrespirable. Paralelamente no hay signo alguno de que, la última ratio del poder aparezca por ninguna parte. El bien general resulta absolutamente desconocido. Un clamor va llenando con sus ecos de protesta todos los espacios: «queremos vivir la vida de la honra y de la libertad».
La misma estrategia de ir ocupando todos los espacios de la vida pública empleada hasta ahora se vuelve en contra de quienes han emprendido la vía hacia la autocracia. Señal inequívoca de una forma de «poder», enemiga de la salud colectiva. Los mismos que aseguran cuidarla. Los muros y las trincheras que les servían de manto encubridor de sus indignidades, presentan ahora la mentira desnuda. La Fiscalía General del Estado, pone de manifiesto que «l’etat c’est Pedro». El Tribunal Constitucional deja al descubierto la responsabilidad absoluta del Poder Ejecutivo. Pedro puede suspender las iniciativas espurias, de quienes atentan contra la unidad de España y lo hacen, en un juego complicado de intereses electorales, después de haber incitado a los mismos independentistas a caminar por ese sendero que, de pronto, les corta abruptamente.
Sánchez puede y debe frenar cualquier proceso inconstitucional. Pero lo hace, sobre todo, en el momento en que lo estima favorable para sus objetivos partidistas, que es lo mismo que decir absolutamente personales. Malbarata la dignidad de España sin más necesidad que la suya. Alienta el separatismo con discursos lobomáquicos y de dar pie a que, más allá de la hispanofobia, aumente una insufrible hispanofagia. Así legitima, además, futuras reclamaciones de estos secesionistas implacables capaces de presentarse, a sí mismos, una vez más como víctimas del engaño de España.
Los esfuerzos para provocar la confusión general alcanzan a todos los sectores de la sociedad. Los laberintos electorales, cuyos resultados parecen inconjugables con los afanes del sanchismo y lo conveniente para España, acentúan su estrategia defensiva a ultranza. Un síntoma más del estado comatoso en que se encuentra.
Artículo publicado en el diario La Razón de España