La configuración de un ballet latinoamericano ha sido recurrente aspiración por parte de los creadores de esta parte del continente, ubicados dentro de los distintos estilos de la danza académica y algunas de sus tendencias más contemporáneas.
La luna y los hijos que tenía, de Vicente Nebrada, estrenada hace 45 años por el Ballet Internacional de Caracas, asume la noción de pertenencia a un ámbito concreto desde una dimensión compleja: el mestizaje venezolano como hecho sociocultural. El contraste entre las expresiones corporales y sus diferentes calidades, desde las más orgánicas, hasta las más académicas y esteticistas, y entre los ritmos musicales que le sirven de base, los tambores negros y el joropo, incorporados a la música contemporánea de Michael Kamen, que busca una recreación de los sonidos de Venezuela, caracterizan este planteamiento escénico de comprometido concepto, confrontador lenguaje y abigarrada forma.
En La luna y los hijos que tenía, Nebrada utiliza las referencias más compartidas sobre los bailes de tambor y el joropo venezolano y las fusiona con el propósito de elaborar una propuesta escénica de búsqueda esteticista más quede investigación antropológica. La pieza está estructurada en seis escenas: Introito: Rito de tura, ancestral ceremonial de iniciación de una nueva civilización; Dúo: Bella ilusión, encuentro sublimado entre culturas; Quinteto: Yopo, frenética acción colectiva expresiva de la integración de volcánicas corporalidades; Solo: Flauta de caña, acto escénico que equipara el movimiento de una mujer al de una exuberante ave tropical; Cuarteto; Joropo seis pareao, visión grácil y desaprensiva de la feminidad que une visiones de la danza tradicional teatral con las del ballet clásico; y Final: Rajuñao, coda afirmativa y síntesis total del pensamiento integrador de la obra.
La luna y los hijos que tenía constituye un ejercicio creativo de concertación de disímiles y contrarios, de acercamiento entre conceptos y estéticas. El mestizaje como suceso histórico y como acontecimiento social y cultural, representa el sustrato ideológico de la pieza, su punto inicial y su hilo conductor que bien puede llevar hasta la polémica, muy especialmente entre los estudiosos de las ciencias sociales. Nebrada concibe un fresco escénico a través del cual recrea un tiempo ancestral, el del nacimiento de una nueva comunidad resultado del encuentro y la confrontación de culturas. El espíritu ritual, con el que inicia la pieza, se mantiene a lo largo de todo su desarrollo. La luna llena representa una imagen simbólica bajo la cual se confunden lo cultural aborigen, español y africano, todo dentro de una concepción que fusiona formalismo académico y sátira como recurso de distanciamiento escénico.
El investigador cubano Ramiro Guerra en Calibán danzante (1992, Monte Ávila Editores), subraya la importancia del culto a los astros y las acciones ejercidas por ellos sobre la vida en las comunidades originarias:
“La ideación panteísta del mundo en las culturas primitivas y arcaicas le otorgan un valor sobrenatural a todos los elementos de la naturaleza que conviven con el hombre: la tierra, el cielo, los astros -especialmente el sol y la luna- los ríos, los árboles, el mar, el fuego, el viento y los animales. Todos poseen una fuerza energética que hace unidad con los poderes divinos. Frecuentemente los dioses son esos mismos elementos con el que el hombre convive”.
El universo construido por Nebrada, lleno de búsqueda de exotismo, es esencialmente formal. No hay interés en el autor en formular tesis alguna sobre la configuración violenta de nuevas sociedades partiendo de la desaparición de otras, a través de procesos de conquista y colonización.
En ese sentido, refiere a lo establecido por una interpretación de la historia sobre un hecho de consecuencias irreversibles, para proponer su visión de creador, necesariamente reduccionista de los acontecimientos, a través de la superposición de códigos corporales que aluden al ritual, sobre otros pertenecientes tanto a la tradición como a la modernidad del ballet universal.
La luna y los hijos que tenía, obra en más de un aspecto cuestionada en el momento de su estreno en 1975, adquirió el rango de emblema quince años después, cuando fue repuesta especialmente para ser representada en 2000 con motivo de la realización en Caracas de la Cumbre de Países Exportadores de Petróleo. Una nueva valoración logró a partir de ese momento, ahora tenida, sin mayores cuestionamientos, como título revelador de lo genuino cultural venezolano en la danza teatralizada.
Afirma Rubén Monasterios, en tanto que crítico de danza y psicólogo social, que esta obra es un intento de síntesis y de replanteamiento, en términos de ballet, de algunos elementos de la cultura autóctona nacional:
“Implica el propósito de darle carácter trascendental a una formulación a partir de formas artísticas espontáneas como la danza ritual de raigambre indígena, al joropo, baile de los llanos venezolanos y a los tambores negros de barlovento, de origen africano. Aunque esta obra no me emociona, es imposible reconocer su importancia, principalmente por su carácter de respuesta a uno de los problemas que confronta todo creador en contextos culturales como el nuestro, sin tradición coreográfica definida y en transición entre el micro universo parroquial y el macro universo cosmopolita”.
Quizás en este planteamiento de Monasterios se encuentre la clave para la justa valoración de la obra. Se trata de la respuesta de un creador, la de Nebrada, a la necesidad y responsabilidad de indagar sus propios orígenes, así como de caracterizar culturalmente su obra, inscrita dentro del arte del ballet. Está conformada de un lenguaje estético que prevalece sobre su concepto, inspirado en mitos y ritos ancestrales abordados desde una perspectiva de formalismo escénico.
Conclusivamente, en La luna y los hijos que tenía no se encuentra una teatralización de manifestaciones tradicionales populares, ni tampoco un trabajo de proyección escénica de las mismas, sino, esencialmente, un acto de creación surgido de las visiones individuales y colectivas pertenecientes a su autor, resuelto formalmente a través de un lenguaje estético que fusiona elementos del nuevo ballet y reminiscencias académicas, junto con elementos tradicionales venezolanos de valor teatral.
Le Fígaro de París, con motivo de la presentación de la pieza en el Théâtre des Champs-Élysées en 1976, reseñó con una visión si se quiere culturalmente distanciada: “Es una especie de fresco de inspiración suramericana, vivo, lleno de humor, sin pretensiones y pautado como un mecanismo de relojería”.