Hay quienes miran con suspicacia, incluso con desprecio, los relatos mitológicos; a veces, ni siquiera los conocen. Pero, precisamente, gracias a los mitos griegos se tiene una visión muy interesante sobre los valores universales; aprendimos a ver representado el Bien, como también el Mal. Es más, el ser humano profundizó mucho sobre su propio sentir. Acercarse a los mitos es comprender cómo ve la luz nuestra cultura occidental. ¿Que ya la Grecia Antigua está muy lejana? Sí, es cierto, pero ¡cómo ilustran sus relatos! Al investigador, al filósofo los ayudan en su rastreo de los principios del saber, mientras que al lector curioso le ofrecen imágenes llenas de colorido donde están representados tanto el mundo físico como el espiritual. ¡Cómo causa admiración la narración del surgimiento de la Tierra a partir del Caos! Inspiradora, por lo demás.
Le he dedicado varios artículos a los dioses olímpicos; incluso, he escrito mucho sobre las diosas y el «eterno femenino». Hoy, me voy a detener en un dios que residía en el Olimpo, junto a Zeus, Apolo, Atenea, Artemisa, Afrodita, Ares, Dioniso, Hestia, Hermes, y Hera, que es Hefesto. Responde al dios Vulcano en la mitología romana.
Nace de Hera y suele decirse que lo concibió ella sola. Hera es conocida por su celotipia, y como Atenea nace de la cabeza de Zeus, ella decide que también ha de tener un hijo sin la participación del dios del Olimpo. Esta versión del origen de Hefesto no se sostiene, pues se contradice con el nacimiento de Atenea; es precisamente Hefesto quien abre la cabeza de Zeus para que nazca la diosa de la sabiduría.
Nace deforme y Hera lo bota del Olimpo; es recogido por la nereida Tetis y la oceánide Eurínome, quienes lo llevan a Lemnos, donde se queda y aprende los oficios que lo distinguen: la forja y el fuego. De allí que se le considere el protector de los orfebres, de los artesanos, de los escultores y de los herreros.
Es el artífice de las armas que usa el gran Aquiles; construye los tronos del Olimpo y el de Hera era una trampa, hecho en venganza por haberlo arrojado de allí. Para liberar a su madre, pide la mano de Afrodita, con quien se casa. Crea los rayos de Zeus, el casco de Hades; el arco y las flechas de Eros. Al ser el dios del fuego, es la divinidad de las erupciones volcánicas; es obra suya el fantástico carro dorado del dios del sol, Helios, cuyos corceles lo llevaban a surcar el firmamento para traer la luz del día. Dios del fuego creador, no solo del fuego que da calor. Por eso, su vinculación con la metalurgia, arte de sacar metales de sus menas, depurarlos y alistarlos para su uso.
Extraer los metales, es decir, abrir las entrañas de la Tierra y luego darle forma, tiene desde la Antigüedad una connotación sagrada. Se entra en contacto con las deidades de las profundidades terráqueas, quienes le permiten al “iniciado” acceder a ese conocimiento vedado a otros. Y este saber le faculta para «ver las mismas cosas que la masa, pero verlas de forma distinta».
Tal extracción iba precedida de rituales ante el momento crucial en el cual el extractor del metal conseguía el secreto metalúrgico. Dice un analista sobre este proceso que «los «herreros míticos», depositarios del saber elemental de la forja de los metales, se constituyen en guardianes de las riquezas ocultas que son constantemente codiciadas por los hombres. De ahí el afán de estos por explorar las cavidades de la tierra y de ahí las leyendas que hablan de la existencia de gnomos y otros seres que incluso llegan a accionar los artilugios empleados por los «herreros hombres», quienes vienen a ser a modo de discípulos de aquellos». La herrería poseyó un espacio mágico que, al llegar la industrialización, lo perdió.
No intento, ni por asomo, historiar el largo camino de la metalúrgica. Me basta con mostrar que el símbolo relativo a la iniciación en un rito de la aludida labor se conservó y subsistió hasta avanzada la Edad Media. Pero la expansión de las métodos mineros y metalúrgicos correspondientes ayudaría a perder su carácter sagrado.
Se pasa del arte de la metalurgia a la técnica metalúrgica. Y, en ese pasar de una etapa mítica a una era posindustrial, y hoy, cibernética, hace que los “espíritus simples” tiendan a ver solo las capacidades tecnológicas presentes en la extracción del mineral, olvidando por completo el rico bastidor cósmico y mítico donde se encuentran ancladas; por ello, terminan confundiendo lo fundamental con lo secundario. (Recomiendo leer Herreros y alquimistas de M. Eliade).
Un país asentado sobre una riqueza mineral fabulosa está en la obligación de desarrollar su industria metalúrgica en el marco de un verdadero desarrollo sostenible e inserta en los protocolos de seguridad y protección ambiental.
Cuando se destruye el ambiente, se destruye el lazo del ser humano con la naturaleza. La perspectiva de nuestras comunidades originarias conducía a ver en los ritos una suerte de sistemas que permitían aprovechar los recursos naturales, convenientes a las peculiaridades del ecosistema local. Aun cuando se corre el riesgo de idealizar esas relaciones con la naturaleza, es importante resaltar que la extinción de los mitos y los dioses proviene de las mismas causas que han suscitado la ruina ecológica.
Parecería que conviene recordar con frecuencia el carácter de hierofanía de la metalurgia para que la política minera y ambiental se reconcilie con Hefesto y no provoque su ira. O tal vez no a Hefesto, pero sí a Canaima, descrita por Gallegos como «la sombría divinidad de los guaicas y maquiritares, el dios frenético, principio del mal y causa de todos los males que disputa el mundo a Cajuña el bueno».
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