OPINIÓN

Hetty Green: la “bruja ballenera de Wall Street”

por Ibsen Martínez Ibsen Martínez

Louis Menand, gran historiador de las ideas en el Estados Unidos de los siglos XX y lo que va del actual, examinó un célebre litigio sucesorio protagonizado a principios del siglo por Hetty Green, heredera de una fortuna ballenera originada setenta años antes, en New Bedford, Massachussets, el mismo puerto de donde Herman Melville hace zarpar el relato de Moby Dick, la ballena blanca.

“Antes de que la gente aprendiese a obtener aceite de la tierra, lo sacaba principalmente de las ballenas y los hombres que estaban en aquel negocio hicieron mucho dinero”, postula Louis Menand en su famoso ensayo “She had to have it all”. ¿Un título tentativo en español?: “¡Ella lo quería todo!”. 

Hetty Green,  la “bruja de Wall Street”, como llegaron  a llamarla los tabloides, se contó entre los grandes practicantes del capitalismo financiero que jamás hayan vivido. La maestría de Menand logra no solo  construir un perfil verosímil, a la vez atrayente y revulsivo,  de la Green,  mujer de tan superlativa  avaricia y ruindad que la haría digna de una novela de Theodore Dreiser,  sino también acercarnos a la historia económica estadounidense de la segunda mitad del siglo XIX: los años de la Reconstrucción y de la emergencia de mogules como John D. Rockefeller, Henry Flagler y  J. P. Morgan.

“Entre 1860 y1865, los ingresos de la industria ballenera cayeron en casi 50%, en parte porque los Estados Confederados del sur hicieron de la industria ballenera norteña un objetivo militar (llegaron a capturar o hundir 46 barcos balleneros en el curso de la guerra, la mayoría de ellos en aguas del Pacífico) y en parte porque el gobierno del norte compró 40 buques a las firmas  balleneras para hundirlos frente a Charleston y Savannah en un fracasado intento de bloquear esos puertos. La pérdida de esos 86 barcos representó un tercio de toda la flota ballenera estadounidense. Pero la razón principal de la muerte de la industria ballenera fue la invención del pozo  petrolero”.

Menand se refiere a la mesa rotatoria del taladro que permitió obtener —“recuperar” dice la jerga petrolera— grandes cantidades de crudo del subsuelo y dejar atrás la recolección artesanal, siempre exigua, en los manaderos naturales de Pennsylvania.

Esta innovación, registrada durante la Guerra Civil, permitió extender los territorios explorables hasta Texas, California, las dos Dakotas. El aumento en la producción hizo proliferar refinerías en todo el país y, junto con  el ferrocarril, afirmó a la industria petrolera como motor principal de la expansión capitalista.


Hetty Green, la atrayente y revulsiva “bruja de Wall Street” mujer de tan superlativa avaricia y ruindad que la haría digna de una serie de streaming.


El kerosén fue el principal sostén de la emergente industria hasta la primera década del siglo XX. Aunque ahumase techos y paredes y ofendiera el olfato, resultó infinitamente más barato que el aceite de ballena y ello cambió para siempre el mapa de la iluminación en todo el planeta.

En 1859, Estados Unidos producía 2.000 barriles de petróleo al año. Para fines del siglo XIX, la industria petrolera norteamericana producía 2.000 barriles ¡cada 17 minutos!

Sorprende hoy día cuán olvidado está el hecho de que el motivo primordial de la caza de ballenas fue asegurar combustible para la iluminación pública y privada en las grandes ciudades.

Prolongar las horas diurnas de la jornada fue el desiderátum de la Revolución Industrial y el esperma de ballena, procesado en grandes cantidades para convertirlo en aceite, brindó desde finales del siglo XVIII una luminosidad incomparable, prístina, sin humaredas.

Las mayores factorías textiles de Manchester y el Lancashire —infernales zahúrdas proletarias, denunciadas en su momento por Federico Engels y Charles Dickens— llegaron a funcionar día y noche sin parar, ni más ni menos que como granjas avícolas.

La  fragua de lámparas de aceite de ballena, metálicas y de todo tamaño, llegó a ser en aquellos tiempos un rubro industrial aparte. Ya en 1713, el puerto ballenero de Hull, en el Yorkshire inglés, dispuso de iluminación callejera y para 1750 Londres contaba con más de 5.000  “puntos de luz”. Hacia 1800, los ricos a ambos lados del Atlántico, alumbraban sus mansiones con aceite de ballena que, además, se convirtió en lubricante por excelencia durante el apogeo de la Revolución Industrial: prevenir el desgaste por fricción en ferrocarriles,  altos hornos y maquinaria pesada reclamó cada año en todo el mundo centenas de miles de litros de aceite de ballena.

Todos los historiadores económicos que se han ocupado del advenimiento de la llamada civilización petrolera señalan el antecesor llamado “ciclo ballenero”, pero la mención del desafortunado capitán Fisher, cuya muerte sigue el modelo trágico trazado por Melville en Moby Dick, y demorarse en los motivos de la insaciable Hattie Green para desheredar hasta su propio padre hacen del texto de Menand un insuperable estudio —de espíritu sin duda balzaciano—, tanto de la avaricia en que ardió Hetty Green como del fin del ciclo ballenero.

Con ello, Menand torna naturalmente inteligible lo que habría de venir después. ¿Qué hizo del escandaloso litigio entablado por quien fue llamada la bruja de Wall Street Green una causa célebre para  la gran prensa estadounidense de su tiempo? Es algo digno de HBO Max o Netflix. ¿Nos vemos la semana que viene?

[To be continued…]