Hijos del silencio es el cortometraje de las protestas de 2017 en Venezuela. Fue dirigido por un joven de apenas 22 años, suponiendo su carta de presentación en el medio.
De una duración de 12 minutos, el trabajo condensa las angustias y pesares de la nueva generación de la resistencia.
El filme participa en diferentes festivales nacionales e internacionales, consiguiendo ganar premios y engrosar la programación de certámenes en Ecuador, Colombia, España, Italia y Argentina.
Verlo sorprende por la potencia creativa del cineasta emergente, quien estudia en la Escuela de Medios Audiovisuales de Mérida, un semillero de realizadores, docentes y profesionales de la comunicación.
El director Anthony Xavier creció entre los sectores periféricos de Caracas y la región andina. Su voz es la de un digno exponente de las comunidades más vulnerables y afectadas por la crisis sistémica de la república. Por su edad, todavía no trasciende a las esferas nacionales de la opinión pública.
Por regla general, los adolescentes del país son ignorados, subestimados, utilizados como carne de cañón por los políticos, cuando deciden mandarnos a la calle a sacrificarnos por un ideal.
Después ocurre la traición, los caídos se convierten en cifras, para recordarse en fechas de luto, hablar en nombre de ellos, legitimarse a través de su purga.
La cultura conservadora niega el ascenso de los chamos, condenándolos a estudiar por siempre, a ocupar puestos de trabajo informales y precarios. La vida de ellos ha sido pospuesta, así como su futuro.
Por tal motivo, salen a pie por la frontera, cuentan relatos a su manera por las redes, se organizan de forma alternativa en espacios de horizontalidad, transparencia y vocación democrática.
Es el caso de Hijos del silencio, un proyecto gestado por adolescentes conscientes, retadores, arriesgados, irreverentes.
La película se encuentra disponible en Vimeo, el famoso portal de video sin publicidad. Desde ahí descubrimos el hilo narrativo del guion, concentrado en la historia de un boxeador enfrentado a un contexto hostil de represión.
La cinta cumple con imbricar tres formatos de la no ficción.
Por un lado, toma el camino de editar imágenes de archivo de las manifestaciones y su cruenta violación de derechos, a cargo de un Estado fallido y despótico.
El montaje del footage se intercala con el seguimiento del deportista en su modesto gimnasio de entrenamiento.
La cámara rodea al protagonista, mostrando la fuerza de sus golpes en diversas calidades y velocidades de registro. De fondo, escuchamos un texto poético escrito por el debutante en el round de la industria criolla.
“Cuando lo conocí tenía 17 años, entrenaba para el campeonato nacional, soñaba ir a las olimpiadas, jamás consiguió su pelea”, afirma en off el director Anthony Xavier. El lente muestra al personaje en un primer plano dramático. Nos conectamos con sus ojos, su semblante serio.
Recuerdo, a la distancia, a los jóvenes de la Generación del 28, a los miembros del Techo de la Ballena, a los integrantes de nuestros movimientos disruptivos en las artes y la escritura.
En todos hay un espíritu de desencanto, de descontento, de insurgencia, de romper con las ataduras del anonimato y el ostracismo.
La realidad contada va dando paso al ambiente de la lucha a puño cerrado, a mano desnuda.
La veracidad del lente evoca la textura de Hermano, al rodar escenas con tomas pegadas al cuerpo, en primer plano.
Hasta el manejo del recurso de la entrevista, tan habitualmente estereotipado, revela una planificación interesante. El único testimonio se graba en un lugar cerrado, con escasa luz y un foco rojo detrás del emisor del discurso.
La humildad nos pasea por la parte trasera de un camión, donde el joven boxeador se desplaza por la ciudad. Alrededor distinguimos pintas de polución publicitaria, secundadas por una suerte de altar con nombres y apellidos.
Arriba se lee: “Héroes caídos luchando por Venezuela”. La música inspira un sentimiento de tragedia, de réquiem.
Finalmente sucede el momento de la epifanía del corto. Unos chicos llevan camisas sobre sus caras, en modo de capuchas. Pero las franelas cubren por completo sus cabezas, generando una impresión de asfixia, de incomodidad, de invisibilidad.
La lírica estética hace su entrada en una secuencia memorable, de alto impacto metafórico. Se rompe con la linealidad del documental. Ingresamos al terreno de la hibridación, del hipertexto, de la intergenericidad, de la realidad a la ficción.
Se recrea como un policía golpea con una cachiporra a una persona indefensa.
La batalla en el cuadrilátero se funde con el material del fuego, las explosiones, los tanques, la sangre y los gritos de la calle.
El filme culmina con una placa en la que se afirma “cientos de padres han perdido a sus hijos, cientos de hijos han perdido a sus padres”.
La tristeza que despierta el cierre se compensa con la emoción y la ilusión de observar cómo renace lo mejor del cine nacional.
Elaboramos el duelo, reconstruimos la memoria.
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