Todo lo que toca el poder establecido, lo envenena, lo corrompe, lo destruye. Su capacidad tóxica es ilimitada, y la ruina política, económica y social del país lo demuestra.
Lo más peligroso de su juego por el continuismo no es el despotismo o la arbitrariedad con que ejercen el poder. Es la implacable disposición de inocular su veneno, de envilecer la política, de imponer su naturaleza tóxica.
Saben cómo hacerlo. Pueden ir más despacio o más rápido, según les convenga, pero suelen salirse con la suya. Muchos de sus adversarios terminan en la misma maraña, y ya no tienen la posibilidad o la voluntad de enfrentarse a la hegemonía.
De allí el riesgo tan grande de enredarse en diálogos confeccionados o en apostarlo todo a votaciones fraudulentas. La lucha así entendida y practicada, no es lucha sino pantano sin salida.
El poder establecido es real. No se puede ignorar. Ello sería absurdo. Pero también debe ser real la conciencia al respecto de su toxicidad. Ignorarlo es un error que se paga con la pérdida de la esperanza en un cambio efectivo.
Ese cambio exige poner los pies sobre la tierra, saber bien que el camino para abrir una nueva etapa está erizado de dificultades, y sobre todo que la hegemonía a superar no es sólo despótica y depredadora, sino sobre todo tóxica