El Episcopado nacional al final de su XLV Asamblea Extraordinaria celebrada el pasado mes de octubre, se refirió en una Declaración al “proceso comicial realizado el pasado 28 de julio” expresando que en él “se evidenció la voluntad de cambio del pueblo venezolano”.
Agregó lo siguiente: “Al contemplar la difícil situación por la que atraviesa nuestro país, nos sentimos interpelados por la palabra de Dios que nos invita a escuchar los clamores del pueblo y consolarlo (cfr. Is 40,1). Renovamos nuestro compromiso (…) de estar a su lado en estos momentos difíciles. Manifestamos la disposición de la Iglesia a promover iniciativas que contribuyan a la solución pacífica de las diferencias”.
Los obispos registramos, pues, un hecho trascendental, a saber, la decisión abrumadora del soberano venezolano (CRBV 5) en favor de un cambio en la dirección fundamental, política, del país.
A este propósito y en virtud de lo que ha venido acaeciendo desde la referida elección, conviene tejer algunas reflexiones de principio. En primer lugar, resulta oportuno recordar la siguiente perogrullada: un hecho es un hecho, al margen de cómo se lo interprete y qué se pretenda o pueda hacer con él. Hay un dicho latino a este propósito que suena así: contra facta non valent argumenta (contra los hechos no valen los argumentos). Al respecto, lamentablemente el oficialismo no ha respetado la voluntad del soberano. A lo decidido (hecho, factum) por la ciudadanía el 28 de julio -jornada de pacífica, genuina y jubilosa expresión popular- se lo ha tratado de tergiversar, ignorar, pero, más aún, se ha pretendido cambiar los resultados objetivos mediante maniobras pseudo jurídicas, comenzando por la dejación de funciones al no publicar los resultados en debida y reconocida forma. Y hasta se ha llegado al extremo aberrante de reprimir y castigar la defensa y exigencia de la verdad interpretándolas como mensaje de odio y terrorismo.
En segundo lugar, en la referida Declaración el Episcopado toma posición en perspectiva fundamentalmente moral. En ámbito ético. No entra en planteamientos legales o interpretaciones jurídicas, menos aún políticos. Campos estos, por lo demás, particularmente expuestos a leguleyismos y manipulaciones, sobre todo cuando no se quiere aceptar lo verdadero y justo. La frase bíblica que cita el documento es clara e interpelante: “La verdad los hará libres” (Jn 8, 31).
En tercer lugar, el 28 de julio se mostró abiertamente y de manera especial, solemne, con diafanidad democrática, lo que la gente quería para el país, por la manifestación de la soberanía popular como comunidad política, por su poder originario intransferible, expresa y oficialmente reconocidos en nuestra Constitución. Lo decidido en ocasiones tales reclama una obediencia y un respeto de particular rigor.
Estamos a las puertas de un nuevo año cargado de serios interrogantes e incertidumbres debido a la interpretación oficial de lo acaecido el 28 de Julio, y las consecuencias que de ello pretende sacar, cosa realmente grave, por la ausencia efectiva en nuestro país de un Estado de derecho, y, con ello, de independencia de los poderes, así como la práctica concentración del Poder Público en el Ejecutivo, el cual se arroga también la competencia de predeterminar el resultado de los procesos electorales, y así establecer la legitimidad de origen de las autoridades.
A la vista de lo anterior, una pregunta muy corriente es ¿qué piensa, qué dice la Iglesia de todo esto? La Conferencia Episcopal -cuerpo que no la totaliza, pero sí la representa auténticamente- en la citada Declaración con respecto al 28 de julio y su reflejo obligante el 10 de enero, es patente al respecto. Cuando el principio “por las buenas o por las malas” rige la conducta del poder, se escoge una práctica política, un campo de juego que no es el deseable ni para la comunidad nacional de raigambre democrática ni el aceptable para la relación fe-Iglesia-política. La Iglesia es comunidad de fe orientada hacia el Bien Común y abierta al pluralismo esencial de la vida social.
Stalin preguntó cuántas divisiones tenía el Papa para juzgar el peso de éste en el conflicto internacional de mediados del siglo pasado. Con el correr de milenios la Iglesia ha aprendido, no sin traspiés, errores y dolores, a no competir y menos a dominar o imponer, pero, sobre todo, a discernir dónde está su fuerza verdadera y en quién ha de fundar su confianza: en la Palabra de su Señor y en la fe de su pueblo.
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