No hay rosas azules, pero florecen rosas en los apellidos. Las de Juan Manuel (1795-1877) un tirano argentino, sembraron el terror en 1840. Nacido en Buenos Aires se convirtió en caudillo de los federales bajo la divisa ¡Mueran los Unitarios! y al amparo de los latifundistas y de la Sociedad Popular Restauradora sembró el terror y eliminó a gran número de sus adversarios. Pero su final no fue jubiloso. Tuvo que marchar al destierro en 1852 y murió en Inglaterra.
Hay Rosales pero no Rosas en el Diccionario de Historia de Venezuela editado por la Fundación Polar. Sin embargo, conocí en Roma las rosas de mi amigo Manuel, margariteño, que bajaba una vez al año a Porlamar a visitar a sus padres, dueños de un almacén de víveres, y regresaba en barco a Italia cargado de alimentos. Sus amigos lo esperábamos en Nápoles y se malhumoraba cuando en el minúsculo apartamento de Roma que compartíamos con otro venezolano desempacábamos los enlatados, los aceites y vinagres y protestábamos: ¿Cómo vas a traer salsa Arrigoni a Italia?
Quiso emular el voluminoso carteggio de Marx y Engels y escribió a millares de políticos latinoamericanos y europeos durante los difíciles años de las guerrillas venezolanas de inspiración castrocomunista. Supe, porque me mostró algunas páginas, que estaba escribiendo un apasionado libro sobre las armas en ese tiempo de violencia política, pero nunca se aclaró qué destino corrió aquel tesoro bibliográfico.
Manuel Rosas murió en Margarita de un infarto cuando escapó por una ventana trasera de su casa huyendo de la policía venezolana y al correr tan alocadamente explotó el corazón y detuvo para siempre la vertiginosa carrera que fue su propia vida.
En Roma se le ocurrió escribir a Pekin Informa, una publicación comunista en papel biblia escandalosamente ortodoxa. Explicó que se trataba de un grupo de camaradas muy dispuestos a suscribirse. El grupo, en realidad, estaba integrado por cuatro o cinco alelados venezolanos. Uno de ellos era yo, que no tenía ningún interés en Pekin Informa. Los chinos respondieron enviando al apartado de correos de Manuel dos paquetes de Pekín Informa que contenían al menos 200 ejemplares cada uno. Y seguían llegando al correo de San Silvestre cada 15 días y junto a la notificación de la llegada de nuevos paquetes llovían cartas amenazadoras de la oficina de correos instando severamente al suscriptor a desocupar el apartado de tantos paquetes chinos. ¡Aquellos paquetes eran como la anticipación del virus!
Íbamos de noche, furtivos, a tirar al Tíber remesas contínuas de Pekín Informa. Aterrorizados, porque podía la polizia segreta o algún corpo di polizia sorprendernos en actos delictivos como el de echar bultos al río sagrado de los romanos contaminando sus aguas con la ortodoxia comunista de Mao Tse-tung.
¡El Tíber!, habría exclamado Mariano Picón Salas. ¡El Tiber que hace más de dos mil años sabe hexámetros, sentencias de pretores, antífonas de latín medieval, decretales y encíclicas de papas recibiendo peligrosas y contaminantes toxinas ideológicas! ¡Qué horror!
La mitología política inventó que cuando Manuel fue apresado protagonizó un episodio desconcertante: la policía lo puso en libertad. Le dijeron que se fuera con la maleta abarrotada de cartas y documentos de cualquier naturaleza o rencorosa importancia subversiva. No tenemos tiempo, ni personal, le espetó un avinagrado torturador, para ocuparnos de analizar estos papeles. Mejor ¡lléveselos!
Se hizo famoso en Roma por su dominio de la lengua italiana. “Cuánto cuesta tutta questa cuestione?”, preguntaba en el mercado. Un día yo estaba solo en el apartamento y encontré su agenda; y a sabiendas de que no debía hacerlo, la abrí y me percaté de la insólita vivacidad y desvarío de sus andanzas y comportamientos. La agenda postergaba para el día siguiente las diligencias no cumplidas. ¡Se acumulaban, como los bultos de Pekín Informa en el correo de San Silvestre! Y en una página desesperada había escrito una súplica para sí mismo. En letras agigantadas y dos o tres veces subrayadas escribió: Sistemare tutto! ¡Organizarlo todo! Es decir, cumplir con las obligaciones, concretar los proyectos, ¡organizar la vida misma!
En otra ocasión, estando yo solo en el apartamento, apareció un muchacho italiano sudando ferocidad trostkista por todos los poros y aficionado al ajedrez. Para impedir cualquier asomo de conversación con aquel impresentable fanático, le mostré el tablero con sus piezas en el estado en que lo dejaron los jugadores cuando interrumpieron el juego y dije: ¡tengo un problema difícil!, en tres movimientos debo hacer jaque mate con las negras! Y allí se quedó el delirante trostkista, absorto, en silencio, enfrentado a un poderoso desafío y yo pude seguir mi apasionada lectura de Dickens.
Manuel era Rosas de apellido y tenía su manera de ofrecer políticamente el vértigo de sus anhelos y mortificaciones guerrilleras. Pero ya el regalo lo había entregado al mundo el poeta chileno Vicente Huidobro, cuyo epitafio escrito por Manuela, su hija mayor, y Eduardo Anguita dice: “Aquí yace Vicente Huidobro. Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar”. Y nos legó en Altazor uno de los ars poéticos más sublimes, difíciles y de asombrosa sensibilidad: “¿Por qué cantáis la rosa? ¡Oh poetas! ¡Hacedla florecer en el poema!”.