Pienso luego existo, siento después padezco, me duele y más tarde lloro. Vivimos para sentir nuestros errores. Respiramos cada bocanada de aire, buscando una respuesta a nuestros desatinos. Tanteamos culpables, en vez de vernos en el espejo. Cuestionamos cuando deberíamos cuestionarnos. Justificaciones de una realidad que nos rodea, que nuestras acciones nos llevaron a ella. Cuando sentimos que nuestras equivocaciones nos agobian, buscamos más allá de nuestros pensamientos, para justificar nuestros errores, sin darnos cuenta que nosotros mismos, construimos, ladrillo a ladrillo, ese camino hacia la nada, porque creímos que era la forma de vivir intensamente.
Tarde nos damos cuenta de que lo más importante son esos detalles que nos ayudan a entender la magia de la vida. No apreciamos una caricia, un beso o un abrazo de ese ser que comparte con nosotros nuestra cama, nuestra comida, nuestra existencia. Siempre estamos buscando algo más. Nos empecinamos con lo prohibido, porque vivimos de sensaciones, y la manzana vetada nos sabe más dulce, más apetitosa, sin saber que tenemos amor, dedicación y solidaridad al alcance de una palabra.
Valoramos la inmediatez, porque amamos el peligro. En vez de valorar la constancia, el día a día. Pensamos que la pasión debe reinar, sin darnos cuenta que el amor eterno es intenso, pausado, constante y sincero. Confundimos una cara bonita o un cuerpo escultural con sentimientos. Confundimos una sonrisa perfecta con solidaridad.
Creemos ver unos ojos lindos, miradas tiernas. Valoramos lo banal, lo superficial, porque somos superficiales. Nos encaprichamos por la fachada, sin saber cómo está estructurado su interior. Erramos en pensar que unas bonitas piernas puedan correr al ritmo de la vida que queremos, o que un bello rostro sea capaz de enfrentar la realidad dura de una vida complicada. No vemos, solo apreciamos. No sentimos, sólo saciamos. Pero llegamos a un punto sin retorno.
Todo lo vemos igual. Todo nos aburre. Todos son culpables de los acontecimientos que nos rodean. Todo lo construido fue carcomido por la erosión de nuestra superficialidad. Labramos ese camino que nos conduce a ninguna parte, donde las señales nos indican que el final nos llevará hacia la nada.
Tratamos de entender cada día lo que nos toca vivir. Desde el momento que abrimos nuestros ojos a cada nuevo amanecer, hasta que los cerramos, para abrazar nuestra almohada en la tranquilidad del sueño. Siempre buscamos respuestas a la existencia. Nos reprochamos nuestras faltas y en algunas oportunidades, somos muy duros por no tener el arrojo y osadía en momentos determinados. Sin embargo, continuamos caminando en los senderos de nuestro destino, pensando que si cambiamos de ruta, perdemos las señalizaciones, que creemos, Dios y la providencia nos han colocado, para seguir en la senda de un supuesto bienestar espiritual y material.
Pero luego de tanto caminar, nos detenemos abruptamente y giramos 180 grados. Nos llevamos la mano a la frente, para evitar la intensidad de las sombras y poder ver lo que hemos dejado a nuestras espaldas. Tratamos de entender ese recorrido. Hay muchos que piensan que el pasado fue un continuo aprendizaje, para justificar su vida de ahora; otros, la sienten como una pesada carga atada a sus tobillos, que les impide despegar hacia ese futuro prometedor. Pero hay algunas personas, que sienten que la han vivido intensamente, con sus aciertos y errores, que le han dejado una gran lección de vida y los ha convertido en los seres humanos que son hoy en día.
Perfecto, todo suena muy bien, pero vale la pregunta que hay que hacerse. ¿Cuándo comienza nuestra vida?, ¿qué etapa de nuestro existir es en realidad el momento cumbre de nuestro paso por la tierra? En la niñez, ¿donde prevalece la fantasía sobre la realidad? La adolescencia, ¿donde lo hormonal predomina sobre lo racional? La juventud, ¿donde las energías y la belleza privan sobre los sentimientos? La etapa adulta, ¿donde la esencia toma el primer lugar, sin perder algunas fuerzas de nuestra juventud, pero sin dejar de arroparnos con banalidades para justificar nuestras carencias? O la última etapa, la que siempre se nos olvida pero que algún día la alcanzamos, la vejez. Nuestros años dorados, tan nobles, que nos dan como ventaja toda una vida, para alcanzarla. La ancianidad, en el cual la reflexión y el don de la palabra prevalece, donde nuestros conocimientos se han decantado para convertirnos en sabios, en que apreciamos la vida por brindarnos la oportunidad de haberla vivido.
Ante todo esto, nos preguntamos ¿qué hemos vivido? Lo medimos por lo que dejaremos una vez desaparecidos. Y nosotros, cuándo sabemos que en verdad, al detenernos y tomar una bocanada de aire, sentimos lo hermoso que es vivir, o simplemente porque lo medimos por nuestros éxitos económicos, personales o profesionales. O cuando paramos en nuestra larga carrera de resistencia con obstáculos, sentimos la paz interior, que nos brinda esa fuerza que nos hace indestructibles ante las adversidades y blandos hacia el sentimiento. Y nos seguimos preguntando, ¿cuándo en realidad se sabe que se está vivo?
Unos dirán que en cada momento con sus diferentes etapas, es cuando se siente el vivir. Es una buena observación. Otros, aferrados a lo inmaterial, la explicarán cuando se alcance el equilibrio entre el ser y el universo. Bueno, otra buena opción. Pero hay que ir más allá. Se vive, cuando sabes que tu existencia es valiosa. Que sientes que cada momento es el momento. Que cada día es el día de tu vida. Donde luchas por creer que la existencia es un continuo cambio, para mejorar. Que estamos de paso en este mundo, para brindar una palabra, una mirada, una sonrisa y una caricia a las personas que nos rodean. Y por sobre todas las cosas, en creer que somos nosotros los únicos que podemos cambiar nuestro destino, que no hace falta buscar más allá de nuestros sentimientos y que las soluciones tiene la extensión de nuestros brazos y la fuerza de nuestra alma.
No hay que buscar las explicaciones en cartas de tarot, ni estrellas ni ángeles. Nuestras incertidumbres no serán respondidas a través de un cristal, o para buscar nuestra redención a través de sales aromáticas. Nuestros miedos no se disipan con numerología o porque alguien se transporte a no sé dónde y hable con no sé quien, para darnos las respuestas para ahuyentar nuestros miedos.
No, la vida es enfrentarnos y enfrentar el día a día. Es saber que nosotros somos lo que somos, porque podemos cambiar nuestro entorno. El valor, la determinación, la osadía, sale de nuestro espíritu. Hay que creer en uno como factor de cambio. Eso es vivir intensamente y no padecer para buscar respuestas al miedo que tenemos a la muerte.
Por eso muchas veces en nuestro andar por la vida, tratamos de entender cómo enfrentar los acontecimientos, que día a día nos toca vivir. Desde diferentes puntos de vista, buscamos la forma de entender nuestro entorno. Unos, optan por la visión pragmática, lo verdadero a lo útil, dónde los hechos y la consecución de los mismos, dan una explicación, muchas veces somera, de nuestro devenir histórico.
Otros, se aferran a la esencia. Buscan el porqué de los sucesos en explicaciones inmateriales, como una forma espiritual de entender acontecimientos, que distan muchas veces de la realidad que en verdad pasa delante de nuestros ojos.
Sin embargo, a pesar de pasar de lo pragmático a lo espiritual, de lo esencial a lo real, dejamos de lado, en nuestra carrera desenfrenada por la vida, ver nuestra historia con ojos que nos indiquen que lo palpable muchas veces se puede apreciar en su esencia, sin dejar de valorar lo real de la vida, pero sin alejarnos de la espiritualidad de las hechos.
Aquí entra el sentimiento. Sublime, perfecto, necesario, doloroso. Lo material, lo que la banalidad humana le da forma, proporciones y peso, se va transformando en esencia, sentimiento, alma y magia. Comenzamos a valorar los momentos compartidos. Nos deleitamos con ver una sonrisa, sentir su proximidad. Le damos un nuevo sentido a la vida.
Y lo resumimos de la siguiente manera: hay que creer. Lo que hacemos, lo que construimos, lo que sufrimos, nuestras alegrías, las personas que pasan por nuestra existencia, nuestro devenir, nuestra historia, todo tiene un sentido. El universo nos va guiando hacia el puerto al que deseamos atracar. Unos, nos resistimos, porque nos encerramos en un pragmatismo que nos da seguridad. Mientras otros, exploran la espiritualidad, donde fortalecen su alma a través de las energías que absorben de su entorno. Pero al fin y al cabo, los hechos que nos embargan, nos obligan a detenernos y darnos cuenta de la realidad que se vive, para valorarla, apreciarla, amarla y sufrirla.
Respirar ese nuevo aire, mirar ese nuevo horizonte y tener la capacidad de entender que esa nueva oportunidad que nos ha dado Dios, no es una mera casualidad, sino un giro estratégico de la vida, que nos guía para cerrar círculos que se han dejado abiertos.
No es empezar de nuevo, es enderezar nuestros entuertos. Acortar las distancias entre los puntos que debemos alcanzar. Es entender que el entorno que nos toca vivir, con sus aciertos y errores, es lo que nos hace sentir vivos. Es poder detenernos para que otros nos alcancen. Es saber mirar, para poder apreciar lo sublime de la belleza. Es aprender a oír, para captar la melodía que nos acompaña. Es extender nuestras manos, para brindar apoyo y recibir la gratitud del universo. Es sentir que se está vivo, no por poseer bienes materiales, sino porque sabemos y entendemos que el lugar que nos corresponde vivir, nos esmeramos en hacer feliz a nuestros seres amados.
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