El fútbol existe desde hace siglos, pero no siempre fue igual al juego que conocemos hoy. Ni siquiera se parecía entre diversas geografías. En algunos lugares los jugadores podían usar las manos; en otros, la meta no tenía travesaño; y en otros estaba permitido empujar (pero no aferrar) a un oponente. Sin embargo, a mediados del siglo XIX se estandarizaron las reglas, para que equipos de diferentes lugares pudieran competir. Entonces el fútbol empezó a expandirse y desarrollarse rápidamente, y hoy es el deporte más jugado del mundo.
Así como las reglas compartidas permitieron el desarrollo del fútbol, tener un único conjunto de directrices en la lucha contra el cambio climático aceleraría los avances. Es fácil ver el porqué. La magnitud del desafío climático es tal que para darle respuesta se necesitan acciones en todos los niveles de la sociedad, de gobierno y de la economía. Y para que los numerosos actores involucrados puedan trabajar juntos en todo el mundo hacia un objetivo compartido (a menudo colaborando en forma directa), es necesario que todos sigan los mismos principios, definan los términos y conceptos de manera coherente y se pongan de acuerdo en los indicadores que usarán para medir los avances.
Esto es particularmente importante en el sector financiero. Para que los inversores tengan confianza y claridad suficientes que les permitan dirigir billones de dólares hacia los proyectos con mayor impacto, necesitan acceso a un conjunto compartido de criterios para evaluar la calidad medioambiental de diferentes inversiones y actividades.
En el nivel nacional ya hay «taxonomías verdes» que están siendo efectivas. Un año después de que China publicó su primer «catálogo de proyectos» para bonos verdes, en 2015, el valor de su mercado para dichos bonos trepó de 0 a 40.000 millones de dólares. Pero el alcance de las acciones nacionales es limitado. Al no coincidir los estándares y las métricas entre diversas jurisdicciones, lo que en un país es «verde» puede ser «marrón» en otro; eso genera incertidumbre y falta de confianza en los inversores.
Además, la falta de una única taxonomía verde compartida fragmenta el mercado y crea oportunidades para que las empresas evadan normas y regulaciones en materia de sostenibilidad. Por ejemplo, si un gobierno impone normas estrictas a las emisiones de carbono, las empresas pueden trasladar sus actividades más contaminantes a otros países o empezar a importar bienes con alta intensidad de carbono fabricados en jurisdicciones más permisivas.
Por supuesto, no sería realista (ni justo) esperar que todos los países adopten una única taxonomía verde de inmediato, ya que cada uno tiene necesidades y prioridades propias, enfrenta desafíos económicos y de desarrollo particulares y posee un conjunto distinto de recursos para alcanzar los objetivos; y las taxonomías verdes nacionales deben tenerlo en cuenta. Por ejemplo, Colombia le da mucha importancia a la agricultura, a la ganadería y a la silvicultura, sectores económicamente esenciales que también son importantes fuentes de emisión de gases de efecto invernadero y grandes factores de deterioro medioambiental.
Aquí también el fútbol puede servir de ejemplo. Las reglas de juego son las mismas en todo el mundo, pero las diversas ligas operan en forma diferente, según las condiciones locales, con sus propios presupuestos, calendarios y reglas para el ascenso o el descenso de equipos entre divisiones. Pero a fin de cuentas, los jugadores pueden ir de una liga a otra y equipos de diversas jurisdicciones pueden competir entre sí, sin demasiados impedimentos.
Hay que lograr esta clase de interoperabilidad entre las taxonomías verdes nacionales, para permitir un flujo transfronterizo de capital verde a gran escala. Para ello, los reguladores y formuladores de políticas deben identificar elementos de diseño comunes, armonizar las métricas de impacto y las normas contables y aplicar a todo lo demás una modalidad de «adoptar o adaptar», consistente en tomar modelos o criterios prestados a otros países y ajustarlos según sea necesario.
Ya hay en marcha varias iniciativas para facilitar este proceso. En 2021, la Fundación IFRS creó un comité internacional de normas de sostenibilidad: un organismo privado independiente dedicado a la elaboración y aprobación de normas para la publicación de datos de sostenibilidad. El G20 ha definido seis principios de alto nivel que las diversas jurisdicciones pueden usar como guía al elaborar metodologías propias para alinear las inversiones con los objetivos de sostenibilidad, y así mejorar la comparabilidad y la interoperabilidad. Y la Red de Banca y Finanzas Sostenibles provee herramientas e informes de avance a sus 86 miembros en 66 economías de mercado emergentes.
Una vez creadas las normativas nacionales, lo siguiente es la armonización regional. Aquí también ya se están dando pasos en la buena dirección. El Grupo de Trabajo sobre Taxonomías de Finanzas Sostenibles para América Latina y el Caribe (con apoyo de la Corporación Financiera Internacional y otros organismos multilaterales) está ayudando a los países de la región a alinear sus diversos marcos, por ejemplo estableciendo principios rectores y diseñando sistemas de clasificación de objetivos para distintos sectores y actividades. Sería necesaria además la participación de foros regionales como el APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico) para que incorporen la armonización de las taxonomías verdes a sus planes de integración generales.
El último paso es la armonización internacional, de cuya dirección bien podría encargarse el G20. Durante su presidencia del grupo este año, Brasil tiene que tratar de poner en marcha el proceso y sentar las bases para mayores avances durante la presidencia sudafricana en 2025. A diferencia de la evolución del fútbol (que llevó más de un siglo y medio), aquí no hay tiempo que perder. Para enfrentar el cambio climático, necesitamos una taxonomía verde mundial cuanto antes.
Traducción: Esteban Flamini
Makhtar Diop es el director gerente de la Corporación Financiera Internacional.
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