Un político muere y comparece ante San Pedro para conocer su destino tras el juicio particular. El apóstol consulta su archivo y le dice que puede elegir a voluntad entre el cielo y el infierno. Gratamente sorprendido, el político responde que no querría actuar a la ligera y que le gustaría probar ambas opciones antes de pronunciarse. San Pedro accede y quedan en que pasará un mes en cada sitio antes de escoger.
El político empieza por el cielo, donde disfruta de los coros celestiales. A continuación, se dirige al infierno. Su inicial prevención se ve desmentida cuando un demonio simpatiquísimo lo recibe con los brazos abiertos y la mejor de las sonrisas. Enseguida le presenta a un buen número de colegas suyos, tanto del gobierno como de la oposición. El ambiente es de franca camaradería y el régimen no puede ser más satisfactorio: golf por la mañana, comida en un restaurante con todas las estrellas Michelin, tarde en el casino, noche de música y baile… El mes transcurre en un soplo, casi sin darse cuenta. A su término, el político vuelve a San Pedro, que le pregunta por su elección. El político responde: -Sin duda el cielo estuvo muy bien, pero, si no te importa, me quedaría con el infierno. -No hay problema, tú decides.
El político se dirige con paso rápido al infierno, anticipando mentalmente los placeres que le esperan. Sin embargo, al llegar sufre una tremenda decepción: le abre la puerta un demonio de aspecto horrible y con cara de pocos amigos. De su mano se sumerge en un ambiente hediondo. En lugar de la agradable música de orquesta le llegan los gritos de dolor y desesperación de los condenados, sometidos a crueles torturas. Perplejo, se dirige al demonio: – Pero ¿qué es esto? ¿Cómo puede ser posible? Hasta ayer esto era un auténtico paraíso y ahora… -Amigo mío, responde sonriente el demonio, hasta ayer estábamos en campaña; hoy ya has elegido.
No recuerdo quién me contó este relato, que es más bien todo un apólogo. Dejo de lado la lectura política (aunque no me resisto a citar un refrán alemán: “El hombre miente especialmente en tres situaciones: antes de las elecciones, durante la guerra y después de la caza”) y me ciño a la religiosa.
¿Va mucha gente al infierno? Durante siglos, la Iglesia vendió muy cara la salvación eterna, que quedaría reservada para una minoría (y de clérigos en su mayor parte). Hoy ocurre al revés: la pastoral eclesiástica parece haberse sumado al buenismo imperante y muchos predicadores declaran rotundamente que todos estamos salvados. En la Sagrada Escritura se habla tantas veces del infierno, que ni la exégesis más desmitificadora y creativa podría ignorar su realidad. Pero si no queda más remedio que aceptar su existencia, al menos cabe vaciarlo: la infinita bondad de Dios sería incompatible con ese estado de condenación. El propio papa Francisco aseguraba en una reciente entrevista que le gusta pensar que el infierno está vacío (lo que presentaba como una simple opinión y no como declaración magisterial).
Una vez más, la limitada inteligencia humana no acierta a entender cómo se pueden aunar atributos aparentemente opuestos en la simplicidad de la esencia divina. Dios es infinitamente misericordioso, Padre siempre atento al regreso de los hijos pródigos que somos nosotros. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia”. A la vez, Dios es infinitamente justo, lo que constituye una exhortación a la responsabilidad. “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”, dice Jesucristo, a la vez que nos exhorta a entrar por la puerta angosta de la conversión y la penitencia.
Me parece que no hay que representarse a Dios como un juez implacable, dotado de una balanza de extrema precisión que calibra el peso de virtudes y vicios y, en función de la resultante, nos asignaría el puesto merecido. En realidad, los que van al infierno son los que rechazan a Dios. Son aquellos que no soportarían el cielo, no durarían en él ni un minuto, se les haría odioso. Es cada uno el que decide -en virtud de la libertad, gran don divino- qué vida desea, en el tiempo y, en consecuencia, en la eternidad.
Los ateos y agnósticos han reprochado con frecuencia a los creyentes que la fe nos tranquiliza respecto a la situación tras la muerte. La famosa religión como opio del pueblo. El creyente descansaría confortablemente en esa certeza, mientras que el agnóstico se enfrentaría a cara descubierta a un futuro incierto. No lo veo así. Lamento la situación del que no cree: encuentro desesperante pensar que todo acaba con la muerte (en este caso, el suicidio sería una opción de lo más razonable). Para el creyente, hay un premio o un castigo eternos, que se deciden en esta vida. La tensión dramática resultaría insoportable sin el auxilio de la gracia divina.
“Muerte, juicio, infierno y gloria ten cristiano en la memoria”, se nos recordaba en la catequesis hace muchos años. Me temo que sobre las ultimidades o novísimos se predica poco hoy en día. Se presta un flaco servicio a los fieles escamoteándoles un aspecto tan central de la condición humana. La Cuaresma tiene justamente el sentido de avivar la necesidad de la conversión. Hay mucho en juego, como nos recuerda la copla clásica: “Al final de la jornada, aquel que se salva, sabe y el que no, no sabe nada”.
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