Hemos dedicado los dos editoriales anteriores al asesinato del capitán Rafael Acosta Arévalo por razones obvias. Estamos ante un caso horripilante que merece la atención de una sociedad conmovida por la crueldad de la represión que lleva a cabo el régimen usurpador contra sus oponentes. Estamos ante una situación que no es inédita, a través de la cual se refleja la intención gubernamental de sofocar las reacciones de la ciudadanía que clama por la justicia y la dignidad que han perdido. Todo lo que se escriba vale la pena en este sentido, si conduce a los correctivos que el pueblo solicita.
Más aún cuando, como sabemos, no se está ante una peripecia aislada. Las historias sobre los tormentos a los que son sometidos los presos políticos circulan sin que nadie las pueda desmentir. Antes del crimen del capitán Acosta Arévalo han sucedido otros asesinatos de ciudadanos indefensos frente a cuya perpetración no ha habido respuesta contundente de las autoridades. Los procedimientos judiciales se ajustan al capricho de la dictadura obviando los pasos establecidos por el Estado de Derecho y por las normas nacionales e internacionales que regulan el tratamiento de los ciudadanos arrestados por lo que piensan sobre situaciones políticas, o por lo que hacen para hacer valer sus derechos.
El fiscal general de la República ha ordenado una investigación del crimen del capitán Acosta Arévalo, en cuya primera estación se ha llegado al arresto de dos sujetos comprometidos. Las primeras pesquisas se han detenido en la conducta de un teniente y un sargento que se ocupaban de la vigilancia del preso, y de tratar de topar con informaciones sobre el suceso en el cual estaba presuntamente comprometido. Estamos ante un capítulo preliminar que es esencial para el descubrimiento de la verdad, sobre el cual no caben las objeciones, pero conviene insistir en que apenas se inicia un proceso que debe meter el dedo en la llaga de una opresión que no depende de las tropelías realizadas por dos ejecutores solitarios.
Solo los idiotas y los incautos pueden pensar que los dos detenidos actuaban con autonomía, movidos por el resorte exclusivo de sus bajas pasiones y por el imperio de su patología. En un organismo militar de contrainteligencia no funcionan las cosas según el capricho de un par de esbirros. En un cuerpo severamente reglamentado y necesariamente sometido al rigor de la disciplina, nadie actúa por su cuenta. El trato de los presos depende de una inspección superior que se caracteriza por la constancia, debido a la delicadeza que implica, y a mandatos específicos sobre cuyo cumplimiento no cesan las inspecciones. Por consiguiente, nadie en sano juicio puede imaginar que se está ante las decisiones de dos individuos que actuaron de acuerdo con su criterio, sin el conocimiento de los superiores. O, en último caso, sin el consentimiento.
El fiscal ha anunciado que su despacho seguirá todas las pistas y hará todas las investigaciones que se precisen para que el asesinato del capitán Acosta Arévalo no quede impune. Para que el cometido se cumpla, para llegar hasta las últimas consecuencias que ha anunciado, deberá mirar el organigrama del cuerpo de contrainteligencia y los hábitos que en su seno han predominado en el contacto con los presos políticos. También deberá poner el espejo retrovisor, que lo iluminará sobre el comportamiento de las autoridades con las víctimas en casos anteriores. De otra manera apenas tomará el rábano por las hojas, es decir, se hará la vista gorda ante un acto de violencia desenfrenada que solo un régimen inhumano y sin escrúpulos puede llevar a cabo. Pero si el fiscal es figura destacada de ese régimen, ¿dará fruto su trabajo? Es una pregunta que tendrá respuesta en breve y sobre la cual insistiremos sin fatigarnos.