Hoy, divulgo mi hartazgo hacia el decálogo repetitivo e histriónico anti imperialista: ese cuyo ADN podría hallarse, hipotéticamente, en los extraviados restos del espartano autárquico-reformista de tesis comunales llamado Licurgo (siglo VII a. C. y el siglo IX a. C). Si ha resucitado y me escucha, le digo que, recordándolo, satisfago mi apetencia de contrariarlo, pero, sofoco mi incendiario pensamiento tras recordar que el pre-clarísimo Aristófanes (Atenas, 444 a. C., Igual dícese 385 a. C) pudo sentir lo que yo, en el corredor de la muerte que es nacimient: extremo apuro por mofarme de una humanidad abominada de tanta impenitencia.
No ha sido el bienestar del hombre objetivo principal del filántropo espurio, sino el público sonido, la vista y tacto del prócer impreso imperial norteamericano, divisa que, en la realidad y tiempo que padezco, aturde los sentidos de cualquiera en situación de supervivencia. Alguna vez fue el dracma, ahora el dólar. George Washington, en ti confía hasta el combatiente pro dictadura de emirato, insepulto «Estado Islámico», los talibales, chabestias y, también, las tropas vanguardistas del reciclado «Soviet Supremo». Ellos dan categoría de supremacía a la teocracia, y reeditan crímenes mediante decapitación o degüello, luego de pronunciar mohosos discursos religiosos. Se trata de legitimar, una y sucesivas veces, hasta la saciedad, el perenne y común robo, la codicia ancestral de jerarcas de Estado Mayor Ladrón Conjunto [de profesos de Alá o falaces cristianos de la continental sudaca]
Hay percepción en la obscuridad del sueño, que idéntico a lo imaginamos muerte o suspensión de nuestras actividades físicas. El dólar en Ultimomundano es de prohibición fingida por el homo tyrannicus para aumentar la voracidad [o apetitito enfermizo] de los arrastracueros que, semejantes a él, urden, de cualquier forma, gobernar a mansos, harapientos, mendicantes e idólatras hambreándolos.
A partir de los tiempos de su independencia presunta, la nación venezolana ha subsistido sin efecto invernadero: su atmósfera es atravesada por basura cósmica de próceres impresos imperiales norteamericanos. Protágoras (Queronea, c. 46 o 50-Delfos, c. 120) sentenció que «el hombre es la medida de todas las cosas». Lo refuto con mi argumento según el cual los seres humanos no tenemos conciencia de nosotros, suficiente aceptación intelectual y voluntad capaz de convertirnos en magistrados de nuestra impostergable urgencia de fijar término a todo cuanto demuele la fraternidad universal fundamentada en no enajenables derechos: cohabitar en libertad, ser auxiliado durante la enfermedad, trabajar y ser suficientemente remunerado, instruirnos, exigir la aplicación de justicia luego de acatarla, el reconocimiento de la invulnerabilidad del propietario que deja herencia a sus descendientes, recrearnos, amar sin licencias o interdictos de Estado que regulen nuestros goces no lesivos a terceras personas.
No es «quimera ureriana» lo que me impulsa expresar mi infinito malestar y enfado por la existencia. Infiero que, en numerosas ocasiones, parecieran sintomatologías de esquizofrénico o individuo bipolar. Leo para instruirme y estar preparado, en alerta, procurarme el placer de adquirir conocimientos más próximos a lo exacto en mitad de lo complejo de permanecer vivo, entre alimañas gobernándote. Mi hartazgo por la «simulación anti imperialista» es proporcional a la veneración de leguleyos por billetardos que exhiben la figura de George Washington. Mis instantes de aparencial lucidez los captan apresurados por infligir, cometer contra la humanidad, y no rezo para que corrijan sus conductas sino que sean ajusticiados.
@jurescritor
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