Hace apenas unos días, supimos que los diputados de nuestras derechitas –lo mismo la cobarde que la valiente, por una vez hermanadas en su común destino ancilar y bardaje– votaron a favor de una reforma legal pactada por el doctor Sánchez con sus compañeros de viaje batasunos, que rebaja las condenas de algunos de los más sanguinarios y recalcitrantes asesinos etarras. En apenas un par de días, como por arte birlibirloque, el escándalo ha sido sepultado por otros escándalos sobrevenidos (en esta fase terminal del Régimen del 78, la vida política española se ha convertido en una sucesión ininterrumpida de escándalos, hasta crear callo en una sociedad zombificada); y se ha aceptado con naturalidad que la descomunal pifia fue consecuencia de un engaño cocinado entre bambalinas por el astuto doctor Sánchez y sus mariachis, o bien fruto de un «lamentable error» provocado por el candor de los diputados derechosos, que así quedan retratados como hombres (si se quiere un poco lelos, pero en cualquier caso irreprochablemente probos) que se guían por la buena fe, frente a la jarca izquierdista de bellacos taimados y maquiavélicos.
Por supuesto, en ninguna de las dos derechitas se ha producido ningún cese o dimisión. Y hablamos de formaciones que han hecho de la «dignidad de las víctimas» su bandera más agitada (a veces con agitaciones casi epilépticas, de tan aspaventeras) frente a una izquierda «cómplice de los terroristas». Por supuesto, las excusas que han esgrimido son por completo ridículas; y prueba evidente de que consideran a sus votantes masa cretinizada a la que pueden contentar con cualquier gallofa. La cruda verdad es que los diputados de la derecha felpudo ni siquiera se leyeron la ley que aprobaron con sus votos, después de defenderla como mamelucos en la tribuna parlamentaria con discursos de loritos satisfechos (con razón afirma Camba que «el oficio de los diputados, como el de los loros, es, precisamente, el de hablar mucho y no decir nada»). Ni ellos ni la legión de asesores que mantienen a costa de sangrarnos con mil exacciones se leyeron la ley que el doctor Sánchez y sus mariachis presentaban, porque les dijeron que la ley «venía de Europa»; y esta patulea reconoce a su amo y actúa con unánime servilismo reverencioso cuando algo «viene de Europa». En lo demás, por el contrario, actúan siempre a la gresca; pero se trata de una gresca fingida, como nos enseña Foxá en aquel pasaje demoledor de su novela Madrid, de corte a checa, cuando retrata a los diputados en el buffet del Congreso, después de haberse despellejado en la sesión parlamentaria que acaba de concluir: «Se trataban todos con el afecto de los actores después de la función. Como Ricardo Calvo, tras hacer el Tenorio, se iba a cenar al café Castilla con don Luis Mejía, al que acababa de atravesar en escena».
En su libro Parlamentarismo español (donde recoge muchas crónicas publicadas en este diario), Azorín nos pinta a los diputados como personas que viven en una burbuja, regidos por absurdas reglas de juego, y nos describe sus costumbres como si describiese los movimientos en el seno de un hormiguero o colmena: los tediosos debates parlamentarios en los que los diputados no hacen sino pensar en las musarañas (ahora se entretienen jugando con su móvil), las teatrales contiendas provocadas por nimiedades pueriles (quienes se batían a muerte en el salón de sesiones, luego se abrazaban e intercambiaban chacotas en los pasillos) y las votaciones en las que votaban gregariamente y con obediencia ciega, sin molestarse siquiera en leer las propuestas, como en una farsa siniestra o celebración de la hipocresía. Aquel panorama que pintaba Azorín hace más de un siglo no ha hecho sino agravarse desde entonces, hasta extremos de degeneración y cinismo que sólo puede aceptar una sociedad destruida por la demogresca, conforme con que «los suyos» roben, con que «los suyos» mientan, con que «los suyos» ni siquiera se lean las leyes que deben votar.
No hubo ningún engaño ni niño muerto del doctor Sánchez y sus mariachis, quienes por lo demás llevan seis años presentando en el parlamento leyes-trampa con regalito dentro. Ulises engañó a los troyanos escondiendo hoplitas en el interior de un caballo de madera; pero si esa misma argucia la hubiese repetido veinte veces y los troyanos hubiesen seguido picando el anzuelo tendríamos que concluir que Príamo, Eneas y demás compañeros mártires eran una patulea de vendidos y traidores. Si después de seis años de engaños y marrullerías el doctor Sánchez y sus mariachis consiguen todavía metérsela doblada a los diputados de nuestra derechita felpudo no puede atribuirse a astucia de quien urde el embeleco, sino a haraganería y desfachatez de una patulea que ha asumido gustosamente su papel de comparsa –a veces vociferante, a veces estólida, siempre lacayuna–, si bien se trata de una comparsa muy rumbosamente remunerada (como el enjambre de asesores que la rodea, sin pegar un palo al agua).
Pío Cid, el cínico reformador de Ganivet, confesaba en vísperas de las elecciones a las que había resuelto presentarse: «A mi parecer, los diputados son inútiles, y creo prestar un servicio a la nación trabajando para que haya un diputado menos, puesto que si lo soy es lo mismo que si no lo fuera». Tales palabras podrían ser el lema de la próxima campaña electoral de nuestras derechitas cobarde y valiente; que, desde luego, deberían concurrir en coalición, olvidando viejas rencillas, hermanadas en haraganería y desfachatez.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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