Aunque ya llevamos años viendo cosas similares, los disturbios ocurridos este verano en Francia han conmocionado profundamente a muchas personas en todo Occidente. ¿Cómo podría ser de otro modo? Cuando las ciudades de uno de los países emblemáticos de la cultura y la civilización occidentales se iluminan por la noche no por los fuegos artificiales de las celebraciones reales del pasado, sino por las explosiones e incendios de los disturbios dirigidos contra las instituciones del Estado, nadie puede permanecer indiferente. Los análisis, los debates y las reacciones fluyen en todas direcciones. Sutiles y persistentes en sus intentos de desvelar el meollo profundo del asunto, algunos analistas han encontrado pruebas de una intención claramente orientada a socavar a las autoridades francesas. Un buen ejemplo es Hélène de Lauzun, autora de la notable Historia de Austria (Perrin, 2021), quien, analizando la situación con preocupación, llega a la siguiente conclusión: «La autoridad, en todas sus formas, les resulta insoportable, como demuestran los edificios que fueron blanco de los alborotadores. Todo lo que encarna el orden establecido, las comisarías, los ayuntamientos, las escuelas, las bibliotecas, fue atacado».
La lectura de estas líneas despertó instantáneamente mi interés. No cabe duda de que el problema central en el corazón del malestar actual es la cuestión misma de la autoridad. En consecuencia, abro este debate fundamental citando una afirmación asombrosa: «la autoridad ha desaparecido del mundo moderno». La autora de esta afirmación es la filósofa Hannah Arendt, una de las mentes más brillantes del pensamiento filosófico y político del siglo XX.
Ante la horrible perspectiva del exterminio de su propia nación a manos de Adolf Hitler y sus secuaces, la alumna de Martin Heidegger y Karl Jaspers dedicó la parte más significativa de su obra a explicar el surgimiento de ese monstruo impensable que fue el totalitarismo.
Para aclarar cómo fueron posibles abominaciones políticas como el bolchevismo y el nazismo, Arendt propone una explicación específica en su artículo La autoridad en el siglo XX, publicado en 1956:
«El auge de los movimientos fascistas, comunistas y totalitarios y el desarrollo de los dos regímenes totalitarios, el de Stalin a partir de 1929 y el de Hitler a partir de 1938, tuvieron lugar en el contexto de un desmoronamiento más o menos general y más o menos dramático de todas las autoridades tradicionales. En ningún caso este desmoronamiento fue el resultado directo de aquellos mismos regímenes o movimientos, sino que parecía como si el totalitarismo, tanto en forma de regímenes como de movimientos, fuera el más cualificado para aprovecharse de una atmósfera política y social general en la que se dudaba radicalmente de la validez de la autoridad en sí misma».
Esta es la misma convicción que expuso con más detalle en su monografía Los orígenes del totalitarismo. Para demostrarlo, partió en sus investigaciones de los fundamentos de la sociedad humana en cualquier época: la familia y la escuela, instituciones que se ven socavadas por el colapso de ese poder invisible que es su fundamento: la autoridad. De forma aún más concreta, Arendt afirma que, en el contexto de la cultura moderna, observamos impotentes «el desmoronamiento gradual de la única forma de autoridad que existe en todas las sociedades históricamente conocidas, la autoridad de los padres sobre los hijos, de los profesores sobre los alumnos y, en general, de los mayores sobre los jóvenes». Y no se trata de un fenómeno meramente accidental y parcial. No, se trata de una destrucción total de cualquier tipo de autoridad que comienza con la autoridad de los padres sobre sus hijos y que, en última instancia, conduce «incluso a la desatención de las necesidades naturales más obvias».
Analizando el contexto estadounidense, hacia el que manifestó un constante escepticismo que fue recibido con algunas reacciones críticas (incluida la etiqueta de «antifeminista»), Arendt demostró que incluso el llamado «neoconservadurismo», muy dinámico tanto a nivel cultural como educativo, «apela a un estado de ánimo y a una preocupación que son resultado directo de la eliminación de la autoridad en la relación entre jóvenes y mayores, maestros y alumnos, padres e hijos». La asombrosa conclusión que extrae a lo largo de sus obras es que el mundo moderno ha socavado cualquier institución basada en la autoridad.
Arendt observa que la erosión de la autoridad tiene sus raíces en la propia historia de la modernidad. Así, en el ensayo de 1956 ya citado, se pregunta retóricamente: «¿Quién puede negar… que la desaparición de prácticamente todas las autoridades tradicionalmente establecidas ha sido una de las características más espectaculares del mundo moderno?». Si seguimos el hilo histórico de los acontecimientos que Arendt considera responsables del nacimiento de la modernidad, entre ellos la reforma protestante y la errónea filosofía de autores como Thomas Hobbes, no podremos evitar darnos cuenta de que todos ellos descansaban sobre premisas profundamente antitradicionales. Arendt no se ahorra nada en sus críticas a estas revoluciones:
«El error de Lutero fue pensar que su desafío a la autoridad temporal de la Iglesia y su apelación al juicio individual autónomo dejarían intactas la tradición y la religión. También fue un error de Hobbes y de los teóricos políticos del siglo XVII esperar que la autoridad y la religión pudieran salvarse sin la tradición. Asimismo, finalmente, también fue un error de los humanistas pensar que sería posible permanecer dentro de una tradición ininterrumpida de civilización occidental sin religión y sin autoridad».
Por supuesto que la desaparición de la autoridad no es un fenómeno que se haya producido de la noche a la mañana. Al contrario, se trata de un largo proceso histórico que se desarrolla a través de una serie de grandes acontecimientos. Para comprender tanto la naturaleza como las consecuencias de este proceso, debemos entender primero el punto clave de la perspectiva de Arendt.
La autoridad está necesariamente relacionada con otros dos valores cardinales: la religión y la tradición. Esta «trinidad» representa la herencia recibida por la Iglesia católica de la tradición romana: «Gracias al hecho de que la fundación de la ciudad de Roma se repitió en la fundación de la Iglesia católica, aunque, por supuesto, con un contenido radicalmente distinto, la trinidad romana de religión, autoridad y tradición pudo ser asumida por la era cristiana».
Esta asimilación de la sustancia misma de la autoridad romana por parte de la Iglesia católica lleva a Arendt a afirmar que «hasta ahora sólo una institución con auténtica autoridad ha logrado sobrevivir a los embates de la era moderna, la Iglesia católica». Pero su argumento principal es que el fundamento más sólido para la manifestación y preservación de la autoridad es la religión.
Sin pelos en la lengua y en un lenguaje conceptual preciso, Arendt critica el error de los pensadores liberales (y hoy en día incluso de algunos «conservadores») que confunden, por un lado, el gobierno tiránico con el gobierno basado en la autoridad y, por otro, el uso legítimo de la fuerza con cualquier forma de violencia. Explica con precisión la diferencia esencial entre ambas cosas:
«La diferencia entre la tiranía y un gobierno con autoridad siempre ha sido que el tirano gobierna de acuerdo con su propia voluntad e interés, e incluso el gobierno fundado en la autoridad más draconiano está sujeto a leyes. Sus actos se rigen por un código que, o bien no ha sido creado por el hombre, como en el caso de la ley de la naturaleza, los mandamientos de Dios o las ideas platónicas, o bien, al menos, no por quienes ostentan el poder. La fuente de autoridad en el gobierno que se basa en ella es siempre una fuerza externa y superior a su propio poder; es siempre esta fuente, esta fuerza externa que trasciende el ámbito político, de la que las autoridades derivan su autoridad, es decir, su legitimidad, y frente a la que puede limitarse su poder».
He aquí la raíz de la diferencia entre un líder con autoridad y un tirano. El primero, que gobierna bajo la guía de un poder basado en un conjunto de principios «trascendentales», está por tanto en posesión de una legitimidad que nunca tendrá el segundo, que actúa siguiendo únicamente su voluntad y sus propios intereses personales (o familiares). En una palabra, la fuente de cualquier forma legítima de autoridad es siempre superior a la voluntad individual de quien ejerce la autoridad.
Pero, ¿qué es lo que motiva a un líder así a seguir una constelación trascendente de valores (como los Diez Mandamientos)? La respuesta propuesta por Hannah Arendt es bastante asombrosa: el miedo al Infierno. Éste es el último y absoluto fundamento del principio tradicional y religioso de autoridad. Sin este miedo «metafísico», basado en la existencia del Infierno descrito por Platón en su mito de Er recogido en su obra Politeia (traducida habitual y erróneamente como La República), o por el Evangelio de San Lucas en la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, la desaparición de la autoridad es inevitable. Así, se hizo posible la eclosión de los terroríficos regímenes totalitarios del siglo XX. Se hizo posible el exterminio de millones de personas sin que nada ni nadie pudiera impedir tales actos de genocidio. Como escribe Arendt, «el miedo al Infierno ya no figura entre los motivos que impedirían o estimularían las acciones de una mayoría». Como para inculcarnos la importancia excepcional de esta idea, escribe además:
«Sea como fuere, el hecho es que la consecuencia más significativa de la secularización de la era moderna bien puede ser la eliminación en la vida pública, junto con la religión, del único elemento político de la religión tradicional, el miedo al Infierno. Nosotros, que tuvimos que presenciar cómo, durante las épocas de Hitler y Stalin, una criminalidad totalmente nueva y sin precedentes, casi incontestada en los respectivos países, invadía el ámbito de la política, deberíamos ser los últimos en subestimar su influencia «persuasiva» sobre el funcionamiento de la conciencia».
En efecto, confrontados a lo largo de la época del llamado «mito del progreso» con las manifestaciones más terribles del poder arbitrario, ninguno de los pensadores que trataron de proponer explicaciones certeras a estos fenómenos pudo evitar la religión. Y es que nada es más evidente, en el contexto de la vida política, que las desastrosas consecuencias de la secularización. La desaparición del miedo al Infierno, nos dice Arendt, conduce directamente a la institucionalización de la inmoralidad y a la transformación de la voluntad desviada de un Hitler o un Stalin en política de Estado, para ser ejecutada por autómatas que los siguen ciegamente por el camino de la destrucción.
Los textos de Hannah Arendt están marcados por una comprensión profundamente metafísica, e incluso teológica, de la historia. El declive de la modernidad no se explica en última instancia por otra cosa que por su alejamiento del ideal cristiano de autoridad. De estas perspectivas se desprende una conclusión simple pero profunda: sin el restablecimiento de las convicciones inmutables, eternas y reveladas de la tradición judeocristiana en el alma de los ciudadanos de hoy, ningún liderazgo político existente podrá aportar una solución inteligente a crisis como la que aflige actualmente a Francia. Las autoridades políticas deben volver a sus verdaderas raíces en la fuente trascendente de toda autoridad.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional