OPINIÓN

Hambre y enfermedad entre los niños venezolanos

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

 

Foto BBC Mundo

El 12 de diciembre la Unicef puso en circulación el informe “Acción Humanitaria por los niños 2024”. Sus enunciados más destacados producen escalofríos: casi 94 millones -léase bien la enormidad de la cifra: casi 94 millones- es el número de niños que, en el mundo, están ahora mismo afectados, de forma directa, por situaciones de crisis humanitaria.

El informe pone foco en países y regiones como Haití, República Democrática del Congo, Armenia, México y Centroamérica (países en los que los desplazamientos han producido graves situaciones que afectan a 4,1 millones de niños), el Sahara Central (Burkina Faso, Malí y Níger), Somalia, Pakistán, Sudán, Sudán del Sur, Ucrania, Palestina, Etiopía, Afganistán, Myanmar y otros. Las respuestas que demandan estos millones de niños en situación de riesgo requeriría invertir 9.339 millones de dólares en 2024. Este monto, a su vez de abrumadoras dimensiones, no sólo respondería a las necesidades alimentarias, también a un conjunto de cuestiones como salud, educación, nutrición, disponibilidad de agua, atención psicológica, prevención y protección ante la violencia de género y otras necesidades, todas urgentes, todas insoslayables, todas fundamentales para cualquier vida humana.

En este marco de cosas, la Unicef se refiere a la situación en Venezuela: 7,7 millones de personas que viven en condiciones de pobreza, entre las cuales hay 3,8 millones de niños y adolescentes que tienen necesidades humanitarias, que deberían ser atendidas en 2024.

A esta visión general de la Unicef cabría agregar, por ejemplo, algunos datos de la Encuesta de Condiciones de Vida 2022, que sume el factor de la desigualdad al análisis. Piense el lector en esto: que América Latina es el continente con los indicadores más elevados del mundo en materia de desigualdad y que, cuando se revisan los datos, nos encontramos con el producto neto de la revolución del siglo XXI, la revolución bonita, el legado real del farsante eterno: Venezuela es el país más desigual de América Latina.

Es el país de economía dolarizada, de bodegones que venden los alimentos más caros del planeta y de tiendas que ofrecen vehículos de medio millón de dólares y más, pero también el país donde hay casi 36.000 niños menores de un año afectados por emaciación severa, es decir, niños cuyos niveles de desnutrición son tan extremos que, combinados con la persistente aparición de enfermedades, están expuestos a un inminente riesgo de muerte, sin que sus familias cuenten con recursos para evitar lo que nadie quiere que ocurra.

La revisión histórica de la Encuesta de Condiciones de Vida -estudio que comenzó a realizarse en 2014- es como una especie de recorrido hacia el abismo: registra la caída de la alimentación, de la seguridad ciudadana, del empleo, del funcionamiento de hospitales y centros de salud, de la educación, del servicio eléctrico, del servicio de agua potable, del servicio de Internet y de todo aquello que determina cómo vive, cómo transcurre la existencia diaria en la nación venezolana.

Basta una somera mirada a los datos más destacados de cada una de las ediciones para responder a la pregunta de qué explica la masiva emigración venezolana, a punto de alcanzar los 7,8 millones de personas, de acuerdo con las recopilaciones de datos realizadas por entes multilaterales: se fueron del país, expulsados por la doble tenaza del empobrecimiento sistémico y la ausencia de toda forma de esperanza. Si los venezolanos continúan saliendo del país todavía hoy -contrariando la propaganda y comunicación oficialista- es porque tienen la convicción de que no hay remedio, de que el régimen no cambiará su rumbo.

Y es aquí donde quiero regresar a la cuestión gravísima del hambre, la enfermedad y las carencias a las que están sometidos 3,8 millones de niños y adolescentes venezolanos. Y es necesario volver porque, justo en estos días, el régimen de Maduro y Cabello y El Aissami y Padrino López está a punto de patear la mesa de los Acuerdos de Barbados. Patearlos porque, como es evidente, la política de confrontación que lidera Cabello está ganando cada día más terreno, acorralando a los que defienden la tesis de ir a las elecciones, para evitar el regreso de las sanciones. Cabello quiere impedir las elecciones presidenciales, sostiene que hay que impedir, al costo que sea, medirse con María Corina Machado.

Gana Cabello, doblega a sus adversarios dentro del PSUV, con lo cual el leve crecimiento que la economía venezolana había tenido a lo largo de 2023 volverá a revertirse, las sanciones se restablecerán, los presos políticos continuarán presos aun siendo inocentes, el diálogo volará por los aires, y ante la restricción del campo disponible para sus negociados, el régimen que no concibe sacrificar sus ganancias volverá a torcer las tuercas, disminuirá el reparto de bolsas CLAP, cerrará los servicios de salud, reducirá todavía más la oferta escolar, con un doble resultado: no hará nada en contra de las urgentes necesidades humanitarias de 3,8 millones de niños y adolescentes, ni tampoco impedirá que cientos de miles más se agreguen a la catástrofe humanitaria venezolana.