Knut Hamsun (1859-1952) es uno de los escritores noruegos más relevantes. Hijo de campesinos y sin preparación educativa formal, comenzó a escribir a los 19 años, mientras desempeñaba trabajos modestos. Viajó un par de veces a Estados Unidos donde trabajó como conductor de tranvías y peón de granja, experiencias que luego volcaría a su obra literaria. En 1890 publica Hambre, obra inspirada en el individualismo y la exploración de las profundidades subjetivas del ser humano, apartándose así del realismo social impuesto por su compatriota Henrik Ibsen. El texto, de rasgos autobiográficos, trata la historia de un escritor y periodista acosado por todo tipo de penurias e importantes desajustes psicológicos. El impacto que tuvo el libro fue de tal magnitud que de inmediato se le abrieron, de par en par, las puertas de la fama, la cual será consolidada luego con la publicación de otras novelas: Pan (1894), Victoria (1898), Bajo el cielo vacío (1906) y Los frutos de la tierra (1917), entre otras. Producto de esa destacada y meritoria labor creativa, en 1920 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Sin embargo, la hoja de vida de tan gran autor se vio seriamente manchada a raíz de su apoyo al régimen nazi luego de la invasión alemana a su país natal. En 1943, envió su medalla del premio Nobel como regalo a Goebbels. Su biógrafo (T. Hansen) lo interpretó como parte de la estrategia para conseguir una audiencia con Hitler, en la que aprovechó para quejarse del administrador civil alemán en Noruega y pedir su destitución, así como solicitar que los ciudadanos noruegos encarcelados fueran liberados, todo lo cual irritó profundamente al Führer. En otras ocasiones, incluso, Hamsun ayudó a compatriotas encarcelados por actividades de resistencia y por tratar de influir en la política alemana en Noruega.
Al final de la guerra, no obstante, el laureado escritor no pudo evitar ser juzgado por colaboracionista, aunque luego lo indultaran por su avanzada edad. El hecho afectó su prestigio pero, después de su muerte, la crítica reconoció su prominente lugar en la literatura. Su trabajo ha sido admirado por escritores de la talla de Thomas Mann, André Gide, Franz Kafka, Hermann Hesse, Stefan Zweig, Ernest Hemingway, Paul Austen, John Fante y Charles Bukowski, entre otros.
Pero regresemos a su primera novela, sin duda la más conocida del público. Allí observamos una particularidad: el protagonista no revela nunca su identidad. Ya de entrada apreciamos que aspira a convertirse en un escritor de renombre y que trata de vivir de artículos que escribe para periódicos de la ciudad. Las primeras líneas del libro marcan el rumbo y tónica de la historia:
“Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristiania, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella… Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino… Abrí por completo los ojos y, siguiendo una inveterada costumbre, me di a pensar si tenía algún motivo de alegría. Ante los apuros de los últimos tiempos, todos mis efectos habían tomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeño. Abatido y nervioso, dos o tres veces tuve que guardar cama durante todo el día, a causa de los vahídos que me daban. De vez en vez, cuando la suerte me sonreía, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artículo en algún periódico…”.
Sin esperanzas, desestabilizado emocionalmente, cerrándose él mismo las posibles salidas, preso de un orgullo que a veces linda en la estupidez, el incognito protagonista marcha lleno de contento hacia el más rotundo fracaso; y cuando su dignidad cede ante la insistente adversidad, el aislado requerimiento de apoyo que alcanza a formular se estrella entonces con el rotundo “No”, sin más explicación.
En cierta ocasión, después de varios días sin comer, cuando ya el hambre lo roía intolerablemente, la ayuda llega a sus manos. Desaforado, dirige sus pasos al restaurante de carnes más cercano y ordena un bisté que su estómago estragado no puede soportar. El vómito convulsivo lo devuelve en aquel momento a su estado inicial, sin alternativa de satisfacción.
Así se van sucediendo los episodios de desgarros continuos y sin posibilidad de hilvanar un texto aceptable que lo aparte de la miseria y el anonimato. En un desesperado y último intento saca el manuscrito en que ha trabajado arduamente por varios días con el propósito de terminarlo. Se lanza sin sosiego, a cuerpo descubierto, sobre lo ya redactado y agrega todo lo que se le ocurre; pero al final los nuevos párrafos se le hacen sospechosos por su claro contraste con lo que había desarrollado al principio. Se levanta entonces de un salto, rasga todas las cuartillas, las lanza por los aires y exclama: Señoras y señores, he perdido, estoy vencido. Sólo le quedaba una salida, que no desaprovechó: embarcarse en condición de ayudante en un barco carbonero ruso con destino incierto, como su propia vida.
Al final de la novela tenemos una clara convicción: los padecimientos inconcebibles del protagonista, narrados con descarnado realismo, son producto inequívoco de la ficción. Y esa, precisamente, es la circunstancia que hace imposible que la creación del autor noruego tenga algún punto de conexión con la actual realidad venezolana. El hambre que hoy padecen los venezolanos de los estratos sociales más pobres figurará siempre entre las peores tragedias vividas en nuestra historia. Mientras el personaje de Hamsun es un inadaptado ficticio, los cientos y miles de venezolanos que hoy se alimentan con grandes deficiencias son inocentes víctimas de una realidad que, tarde o temprano, tendrá su final.
Ya para finalizar, dejemos que el gran escritor escandinavo hable como sabe hacerlo:
Es ocurrencia del diablo que hombres, mujeres y niños se desfiguren por el hambre, y por tener un dirigente dotado de una mentalidad que no tiene semejante en todo el país. ¿Tiene eso sentido, está dentro del orden y la medida? Hasta el ser más bajo rogaría a Dios que lo quitase de su vista. Pronto esto habrá acabado… ¿Comprendes? ¡Acabado! Terminarás martirizándote voluntariamente, golpeándote la frente contra las paredes, hincándote las uñas en las palmas de las manos y riendo furiosamente por todo lo perdido y el daño ocasionado.
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