OPINIÓN

Hagamos que Estados Unidos vuelva a invertir

por Michael Spence / Project Syndicate Michael Spence / Project Syndicate

Desde el proyecto de ley de infraestructura de 1,2 billones de dólares de noviembre pasado, que promete mejores caminos, puentes y banda ancha en Estados Unidos, hasta la recientemente sancionada Ley de CHIPS y ciencia, que destinará más de 52.000 millones de dólares a impulsar la industria de semiconductores norteamericana, la legislación económica relevante está a la orden del día en Estados Unidos. Y pronto tal vez podamos agregar a esa lista la Ley de reducción de la inflación (IRA) –que hoy va camino a la Cámara, después de pasar por el Senado.

En el contexto político polarizado de hoy, moldeado por mentalidades de suma cero, estos avances casi podrían considerarse milagrosos. La reversión de un período prolongado de subinversión pasada es asombrosa. (Aunque no directamente relacionada con la economía, la primera legislación de control de armas en pasar por el Congreso en casi 30 años también merece una mención). Los analistas por cierto han sido rápidos a la hora de pregonarlas como victorias para el presidente norteamericano, Joe Biden, y los demócratas, mientras que muchos observadores se preguntan si ayudarán a revertir el curso en las elecciones de mitad de mandato en noviembre.

Más allá de cuáles sean sus implicancias políticas, el proyecto de ley de infraestructura, la Ley de CHIPS y la IRA representan un aumento extraordinario de la inversión de largo plazo en el potencial de crecimiento de Estados Unidos, y un equilibrio de las diversas dimensiones de su patrón de crecimiento, prominentemente la reducción de las emisiones de dióxido de carbono y la sustentabilidad.

De hecho, la IRA autorizaría la mayor inversión en acción climática en la historia norteamericana, brindándole a Estados Unidos buenas oportunidades de alcanzar su objetivo de reducir las emisiones a la mitad en 2030. Dado que Estados Unidos es el segundo mayor emisor de CO2 del mundo (después de China), esta inversión es esencial, no sólo para reducir las emisiones globales directamente, sino también para motivar a otros a hacer su parte. La IRA también contiene cláusulas que nada tienen que ver con el clima, como permitir que Medicare negocie los precios de los medicamentos bajo receta, extender los subsidios de la Ley de Atención Médica Asequible hasta 2025 e introducir alguna versión de un impuesto corporativo mínimo del 15%.

De la misma manera, la Ley de CHIPS reactiva la inversión norteamericana en ciencia y tecnología, inclusive el capital humano que motoriza la expansión de la base tecnológica de la economía. La legislación le presta especial atención a los semiconductores y a la tecnología digital, con un porcentaje de la inversión destinado a reducir la dependencia de Estados Unidos de actores externos potencialmente poco confiables.

Sin embargo, lo más importante es que la Ley de CHIPS aumenta materialmente la posibilidad de un incremento de la productividad en el mediano y largo plazo. Con un aumento de los ratios de dependencia de la tercera edad y un ajuste de las condiciones del mercado laboral, hará falta un crecimiento de la productividad más alto y con un sustento digital para alcanzar patrones de crecimiento demográficamente equitativos en la próxima década y después.

Una mayor inversión del sector público, y los incentivos que crea, desencadenarán un alza de la inversión privada en áreas clave. Esto no es mera especulación. Una inversión pública bien dirigida en ciencia, tecnología, infraestructura y en la población crea oportunidades que un sector privado y un sistema financiero dinámicos aprovecharán, generando innovación, crecimiento y empleo.

Sin duda siguen existiendo marcadas divisiones en Estados Unidos en cuestiones relacionadas con la distribución de ingresos, la riqueza y la oportunidad. Pero aún en esta materia, la legislación reciente implica un reconocimiento de que revertir las tendencias perjudiciales requiere de inversión pública, especialmente en educación, y una agenda del lado de la oferta que cree oportunidades. No hay que subestimar la redistribución, pero está muy lejos de ser una solución completa.

Uno podría preocuparse de que este consenso nuevo, parcial y todavía frágil sobre la importancia de invertir en activos tangibles e intangibles y en infraestructura de apoyo esté apuntalado esencialmente por consideraciones geopolíticas, en especial la competencia con China. Después de todo, la Guerra Fría trajo consigo un incremento de la inversión pública en ciencia básica e innovación tecnológica. Los responsables de las políticas, por lo tanto, tal vez no comprendan plenamente la importancia de una agenda económica de largo plazo equilibrada para respaldar la revolución digital, la transición a energías renovables y el progreso hacia un crecimiento sustentable y equitativo.

A riesgo de que suene descabellado, yo le aconsejaría a cualquiera que manifieste estas preocupaciones que a caballo regalado no se le miran los dientes. Esto no quiere decir que una nueva agenda de guerra fría se alinee perfectamente con una agenda de crecimiento sustentable. Pero están alineadas de manera lo suficientemente estrecha como para que las políticas basadas en un interés compartido en “ganar” la competencia estratégica con China puedan generar beneficios económicos de largo plazo, compensando la ausencia de una convergencia bipartidaria en una agenda de crecimiento robusta.

Las recientes victorias legislativas de los demócratas también demuestran que una agenda centrista y una voluntad de llegar a acuerdos todavía pueden dar resultados. Si bien el Senado aprobó la IRA en una votación de línea partidaria, hubo cláusulas que tuvieron que ser ajustadas o descartadas para garantizar el apoyo necesario, en especial de Joe Manchin de West Virginia y de Kyrsten Sinema de Arizona. Por poco satisfactorio que sea el resultado para algunos de los que apoyaron el proyecto de ley, ésa es la naturaleza del acuerdo, que resulta clave para el progreso compartido.

La legislación reciente también sugiere la voluntad de defender el interés público amplio en las dimensiones económica, científica, tecnológica y ambiental, a pesar de las profundas diferencias en cuestiones sociales. De la misma manera, separar los problemas de los objetivos es un buen augurio para la confección de políticas de Estados Unidos, ya que impide que toda una agenda sea rehén de las cuestiones más contenciosas.

Si bien no existe ninguna garantía de que la reactivación de la inversión pública estadounidense vaya a durar, hay motivos para albergar esperanza. Las experiencias de muchos países –incluidos países en desarrollo exitosos– sugieren que la parte más difícil de una transición económica importante es el comienzo. Una vez que los beneficios de los programas de inversión empiezan a volverse visibles, el apoyo popular de una agenda económica centrista y progresista crece, reduciendo las posibilidades de una vuelta atrás.

No se puede predecir si la resolución de los responsables de las políticas de Estados Unidos durará mucho. Por ahora, deberíamos elogiar a quienes han demostrado que, a pesar de la profunda polarización partidaria, un liderazgo pragmático y orientado a los resultados puede aportar un progreso real.


Michael Spence, premio Nobel de Economía, es profesor emérito en la Universidad de Stanford y miembros sénior de la Hoover Institution.

 

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