Se cumple este año una década de la publicación del libro El fin del poder, donde su autor, Moisés Naím, defiende que el mundo de los poderosos –políticos, empresarios, medios de comunicación o religiones– ya no es, ni probablemente será, lo que fue; la tradicional concentración de poder se ha venido diluyendo progresivamente en favor de micropoderes, de rivales más pequeños en tamaño y en recursos. El poder, atomizado, decía, es ahora más fácil de conseguir, más difícil de ejercer y más sencillo de perder. Más recientemente, el mismo escritor advertía del riesgo de que aspirantes a autócratas pudieran liderar una revancha de los poderosos.
Las razones de esa fragmentación del poder son muy diversas aunque intrínsecamente conectadas y comúnmente abordadas como la globalización, la tecnología, la demografía y los cambios culturales que todo ello va sedimentando. La suma de todos estos factores, sobre todo en el mundo occidental, ha contribuido a la disposición de sociedades más abiertas donde la relación jerárquica de poder ha cedido hacia una mayor horizontalidad que ha transformado la sociedad, en términos de Bauman, en un elemento líquido. Frente a la impertérrita y férrea autoridad en épocas anteriores de la figura paterna, del maestro, del patrono empresarial, o del propio gobernante, la sociedad ha evolucionado hacia fórmulas más laxas y relajadas y menos subordinadas tanto en el seno familiar, como en el ámbito educativo, en la relación laboral y, en definitiva, en las diversas colectividades que conforman nuestro ecosistema humano.
Podría decirse que este proceso ancla ya sus raíces en la cultura occidental de la Ilustración que significó una de las mayores transformaciones sociales y del pensamiento político, transitando del concepto del Leviatán hobbesiano de súbdito, que obedece sin más al poderoso soberano, a la idea de ciudadano, en cuanto un individuo libre que ambiciona liberarse del yugo autoritario y proyectar su propio porvenir en favor de un mayor progreso individual, dando paso todo ello a un nuevo esquema cultural, social y político. Desde entonces se han sucedido las progresivas conquistas de derechos civiles, políticos y sociales, estos últimos especialmente a partir de la II Guerra Mundial. El ciudadano ha terminado alcanzando prácticamente toda la libertad que es posible y uno de los más elevados grados de progreso de nuestra historia de la humanidad. Pero la libertad implica responsabilidad y, como dice Leo Strauss, la libertad sin precedentes que nuestra sociedad ha logrado ha venido acompañada, al mismo tiempo, de una impotencia e irresponsabilidad también sin precedentes.
¿Qué está pasando, entonces, con el poder? Las instituciones ven cómo sus ‘potestas’ se van licuando en favor de otros miles de actores y fuerzas que actúan en la sociedad y que ni siquiera respetan la ‘auctoritas’ que aquéllas pudieron representar en otra época. Y como causa inmediata, esas instituciones que fueron garantía del sistema van a sí mismas abandonándose y perdiendo la confianza en que se deben al interés general y a ser ejemplo de integridad y rectitud. Por otro lado, el individuo no es consciente, o no quiere serlo, del consecuente progresivo empoderamiento que está absorbiendo y de su mayor influencia de acción en todo lo que hace cuando, por ejemplo, se expresa en redes o en lo que consume; quizás porque hacerse consciente de este mayor poder supondría una mayor asunción de responsabilidades que no está dispuesto a asumir.
Se termina cimentando así un fenómeno de infantilismo social y narcisista en el que predomina el reproche y la protesta y se elude cualquier responsabilidad y compromiso. Dice Chantal Maillard que, en este sentido, sigue siendo una utopía la creencia en una comunidad de individuos libres, capaces de actuar con autonomía y responsabilidad, acorde al nuevo esquema de una sociedad mayor de edad; el individuo no está dispuesto a tomar posesión de esa parcela de responsabilidad que viene adherida en cuanto que su marco de influencia es también mayor. Prefiere seguir refugiándose en manadas en busca de un líder que les conduzca, aunque inmediatamente (precisamente por el mayor poder del que están investidos) muestren su insatisfacción y se rebelen contra sus decisiones hasta derribarlo. Se impone una cultura donde la impulsividad domina sobre la prudencia, sobre la reflexión, y sobre la responsabilidad que queda flotante en cuanto que todos terminan por eludirla, dando así lugar a ese acertado término que Ulrich Bech acuñó de «irresponsabilidad organizada».
La conexión de estas ideas de una ciudadanía más poderosa, más quejicosa y, al mismo tiempo, esquiva a cualquier responsabilidad, permite fácilmente albergar la predicción de un mayor riesgo a que se produzcan con más celeridad indeseadas alteraciones de sociedades que han venido configurando durante las últimas décadas democracias liberales y una organización fundada en un sistema de derechos y libertades. No podemos seguir reivindicando derechos insaciablemente sin asumir responsabilidades individuales y colectivas que tienen que ir más allá del estricto cumplimiento de los deberes prescritos por el ordenamiento jurídico. La libertad es un acto voluntario, razonado y consciente que implica asumir la responsabilidad de las consecuencias que derivan de las decisiones tomadas. No podemos evitar ese compromiso de responsabilidad argumentando que eso sólo pertenece al imaginario de un voluntarismo buenista y que nuestros quehaceres no tienen impacto alguno. Nuestra posición y nuestras acciones en la sociedad como padres, estudiantes, gobernantes, individuos activos en redes sociales, consumidores, o en definitiva como miembros de un mundo radicalmente interconectado, tienen una influencia de dimensiones imprevisibles que debemos cuidar y ser conscientes de ellas.
Es inevitable: las transformaciones sociales y culturales que se están forjando darán lugar a nuevas fórmulas para gobernarse. En medio de ese panorama de transición no faltarán, como ya estamos viendo en no pocos países, los oportunistas de uno y otro extremo del espectro ideológico que, como dice Naím, pretenderán, en forma de revancha, conquistar el poder con derivaciones perniciosas que ya han tenido, desgraciadamente, reflejo y nos recuerdan los peores momentos de nuestra historia. Por eso tenemos la obligación de educar y formarnos en la libertad y la responsabilidad como binomio inseparable. El buen fin de una ciudadanía más libre y empoderada que estamos actualmente viviendo, como jamás ha existido en la civilización occidental, nos obligaa ejercer aquélla con un plus de responsabilidad y compromiso, generando actitudes cívicas que, aunque parezcan que tienen naturaleza privada, son de gran resonancia y son influencia en muy diversos entornos personales y profesionales; en palabras de Aubert y Vermelle, debemos interiorizar «le sentiment de la responsabilité». Recordando aquel legendario episodio entre Damocles y el rey Dionisio II, hoy más que nunca pende sobre todos nosotros aquel adagio de que un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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