OPINIÓN

Hacia un lugar peor

por Federico Montalvo Jääskeläinen Federico Montalvo Jääskeläinen

La información basada en la mentira no es una novedad de nuestro tiempo digital. Va de la mano del propio desarrollo de los medios de comunicación y del resurgimiento del miedo y el odio en la plaza pública, de los populismos. Ni el caso Dreyfuss ni el Yellow Kid son actuales. El desencantamiento del mundo y el miedo a perderlo todo están aquí de nuevo y en ese contexto la posverdad se expande con facilidad.

Darío Villanueva ya nos advertía de la proliferación democratizadora de la información a través de Internet, con el empoderamiento de ciudadanos sin mayor cualificación intelectual que la que ellos se conceden a sí mismos, y con un desdén acomplejado hacia la competencia de quienes dedican su vida a la adquisición rigurosa del saber. El ‘I’m as good as you‘ trumpista encuentra en los medios no tradicionales su perfecta herramienta para difundirse sin límites, más aún cuando predomina una concepción absolutista de la libertad de expresión como la que hemos construido estos últimos años por cierta bisoñez democrática, en la que se asume que cualquier opinión es igual de válida. La perversión de la deliberación habermasiana.

Vivimos obsesionados, según Williams, por la veracidad, estando alerta por si se nos engaña y con el ansia de descubrir las estructuras reales que subyacen a las apariencias reales de todo lo que atrae nuestra curiosidad. Y tal exigencia de veracidad convive con un proceso de crítica que debilita la confianza de que haya una verdad segura. Nuestras ansias de veracidad alimentan nuestras sospechas sobre el propio concepto de verdad. Y es que, como diría Levine, el reemplazo de la realidad por la fantasía y la consiguiente experiencia de la realidad como si fuera una fantasía es una poderosa fuerza en la política y fuera de ella.

Nos encontramos en una aldea hipercomunicada, en palabras de Byung-Chul Han, pero sin comunidad. Una sociedad en la que ha quedado erosionado el principio de legitimidad del saber en favor de las metanarrativas y cuanto más insólitas más calan en la sociedad ligera.

Si la deconstrucción que define a esta nueva modernidad se expresa en su desconfianza extrema hacia la posibilidad de acceder a la verdad objetiva, será ya el poder sociopolítico el determinante último de lo que lo es. No habrá verdades, sino regímenes de verdad. Unos nuevos regímenes en los que el comunicador ya no es necesariamente un profesional. Como recordara el Tribunal Constitucional, los usuarios han pasado de una etapa en la que eran considerados meros consumidores de contenidos creados por terceros, a otra en la que los contenidos son producidos por ellos. Los usuarios desempeñan ahora un papel muy cercano al que venían desarrollando casi en exclusiva los periodistas. Y, en palabras de nuevo del Tribunal, si la comunicación viene ahora apoyada por la inmediatez y rapidez en la difusión de contenidos, ello favorece una capacidad para influir en la opinión pública exponencialmente superior a la de los medios de comunicación tradicionales que, por lo demás, también se sirven de las redes sociales, y ello, en palabras ya nuestras, legitiman sin intención el vehículo de difusión de la mentira.

Es cierto que, como expresa la Constitución, el comunicador no tiene deber de verdad, sino de veracidad, es decir, de rigor profesional en la comprobación y difusión de la noticia. No se exige una total exactitud en el contenido de la información, sino que se rechazan los simples rumores, carentes de toda constatación, o meras invenciones o insinuaciones sin comprobar su realidad mediante las oportunas averiguaciones propias de un profesional diligente.

Vivimos, por tanto, un contexto poco halagüeño para la pervivencia robusta de nuestras democracias representativas para las que la libertad de expresión y comunicación son, paradójicamente, su instrumento ‘preferred‘, la condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático. Para que el ciudadano pueda formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ha de ser también informado ampliamente de modo que pueda ponderar opiniones diversas e incluso contrapuestas. No tiene, en sentido estricto, un derecho a la verdad, pero sí a la veracidad en los términos antes expuestos.

Tampoco debemos olvidar que nunca ha reclamado la democracia para sí el final de la historia. La democracia es la historia de la permanente crisis, porque la democracia no se deja querer y deja espacios amplios precisamente a los que no la quieren que con la información compartida en red encuentran un extraordinario vehículo para aumentar el hastío.

En definitiva, el contexto, pues, debe preocuparnos y exige no sólo una reflexión, sino también acción. Y aquí llega la pregunta: ¿cuál debe ser la principal orientación de las medidas a implementar en pos de la regeneración de la información?, ¿son adecuadas las medidas anticipadas de manera ambigua por el presidente del Gobierno hace unas pocas semanas?

Creo, con todo el respeto, que no, además de no ser el camino por el que están ya transitando varios países europeos para luchar contra la posverdad informativa de manera preferente. Apuntar hacia el comunicador y los medios, como parece que quiere hacerse en el plan del Gobierno, es iniciar un viaje hacia ninguna parte, o, incluso, un lugar mucho peor. El sujeto del plan debe ser, por el contrario, el receptor, especialmente, esos jóvenes nativos en lo tecnológico, y poco formados, por el propio impacto de la Red, en lo lógico. La solución no pasa por limitar la comunicación, sino por ayudar al receptor a disponer de suficiente criterio para determinar en qué medida dicho mensaje debe servir o no para conformar su opinión basada en la veracidad. Y así surge el novedoso concepto de alfabetización mediática, que ha sido definida como el proceso de aprendizaje de habilidades y capacidades técnicas, cognitivas, sociales, cívicas y éticas para analizar los contenidos de forma más crítica y desarrollar una postura activa ante ellos. Ser capaces, ante un contenido, de aprender a plantear las preguntas correctas sobre lo que se esta viendo, leyendo o escuchando. Es un concepto ampliado de alfabetización, incorporando la adquisición de competencias centradas en los medios y las redes sociales con las que se interactúa a diario. Como dijera en 2018 la UE, una mayor sensibilización de la opinión pública es esencial para mejorar la capacidad de respuesta de la sociedad frente a la amenaza que supone la desinformación. El punto de partida es una mejor comprensión de las fuentes de desinformación, siendo, por ejemplo, la comprobación de los hechos (‘factcheking’) un instrumento esencial.


Artículo publicado en el diario ABC de España