El próximo 2 de febrero de 2024, exactamente dentro de cinco meses (escribo esta nota el 2 de septiembre de 2023), la élite de militares golpistas liderada por Hugo Chávez y sus asociados civiles de la ultraizquierda cumplirán un cuarto de siglo de control total —dominación absoluta e implacable— de una nación llamada Venezuela.
Son 25 años. Mucho tiempo en la vida de una persona. Especialmente en un país donde la esperanza de vida ha ido en descenso. En 2021, 70 años promedio para las mujeres, 66 para los hombres. Y mucho tiempo, también, para una nación que apenas si llega a los doscientos años como República independiente desde que, en 1831, bajo la dirección de José Antonio Páez, se separó de la Gran Colombia.
Para una persona, repito, 25 años es mucho. Alguien que, por ejemplo, tenía 30 años cuando los chavistas dieron el fallido golpe de Estado en 1992, y llenaron de sangre las calles de Caracas, hoy ya tiene 61. Alguien que, por ejemplo, tenía 44 años cuando Chávez se juramentó, hoy tiene, si aún vive, 68. O está muerto, como el general Raúl Isaías Baduel. Asesinado por ellos mismos. Estalinistas que son.
Alguien que haya vivido este largo período en Venezuela y tenga entre 25 y 35 años, un adulto ya formado, es alguien que ha pasado prácticamente toda su vida sin conocer cómo se vive en democracia, qué es la libertad de prensa, cómo son las elecciones libres, qué significa militar en un partido político de oposición y no sentir miedo, o cómo se ejerce el derecho a la protesta sin el riesgo de que un policía o un agente de un colectivo te apaleen o incluso te disparen y te saquen de este mundo. Porque eres un ser humano detestable que no merece vivir. Si no amas a Chávez eres un mal nacido. Listo.
Para una persona de 25 años es absolutamente normal que en Venezuela haya presos políticos hasta para exportar (según el Foro Penal, hoy solo hay 330, pero sabemos que 1.500.000 venezolanos han pasado por las cárceles en estos 25 años por razones políticas). Es un hecho cotidiano que todos los días, desde que nacieron, por lo menos un venezolano huye del país buscando una segunda oportunidad (por ahora somos un poco más de ocho millones quienes estamos en el destierro). Es tan normal como comerse una arepa, que cada mes un venezolano que forma parte del gobierno rojo sea noticia porque está preso en España o en Estados Unidos por asuntos de corrupción, narcotráfico o lavado de dólares (los más recientes son la exenfermera de Hugo Chávez y el Pollo Carvajal, su exjefe de seguridad).
Si tienes 25 años y naciste en un país donde dominó, primero, algo llamado chavismo, que después se autodenominó “revolución bolivariana” y, al final, por obra de un profesor mexicano de origen alemán, “socialismo del siglo XXI”, no tienes en realidad nada que añorar sobre una mejor vida. Porque simplemente no tienes con qué otro modelo político o económico comparar.
Todo da igual. Si estás en Táchira, Mérida o Zulia, te acostumbras a pasar largas horas al día sin electricidad, a hacer colas infinitas para poner gasolina, aprendes a temerle al guerrillero del ELN, sabes que no debes hablar duro en contra del gobierno. “Calladita te ves más bonita”, te dirá alguien del Sebin. Debes estar ya convencido de que Simón Bolívar no tenía rostro de español sino de zambo. Debes honrar sin protesta a la República “Bolivariana” de Venezuela, la bandera que ahora tiene ocho estrellas, el caballo del escudo que ya no mira hacia atrás, portar el carnet de la patria. Y, si es necesario, exclamar “¡comandante en jefe, ordene!”.
Si tienes 25 años has vivido toda la vida conociendo solo dos presidentes, Hugo Chávez y Nicolás Maduro. En 25 años, entre 1959 y 1984, 5 personas —Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez y Luis Herrera Campins— fueron presidentes de Venezuela. Cada uno le entregó la banda presidencial, con respeto absoluto, al sucesor.
No importaba que fuesen de distintas ideologías y partidos políticos. Ninguno hizo pataletas ante el presidente anterior, ni gestos irrespetuosos, como el teniente barinés que inició el primer día de su presidencia con el sacerdocio del odio y lo ejerció con pasión de Savonarola de tierras planas hasta el momento de su muerte.
Mientras que en estos 25 años nosotros hemos tenido solo 2, la vecina Colombia ha tenido 5 presidentes: Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos, Iván Duque y ahora Gustavo Petro. Y eso, por obra del cáncer pélvico, porque si Hugo Chávez no se hubiese enfermado y agonizado en Cuba, todavía, como él mismo lo había anunciado, en 25 años hubiésemos tenido solo uno.
Casualmente, cuando aún no sabía que estaba enfermo, anunció que para concluir con éxito su “revolución bonita” necesitaba gobernar a Venezuela por lo menos durante un cuarto de siglo. No llegó. Solo gobernó 14. Pero estamos absolutamente seguros de que, de seguir con vida, el 2 de febrero de 2024 hubiese renovado su mandato —como Daniel Ortega— por 6 años más.
Mientras los chavistas acusan de lo peor a Estados Unidos, estos han visto pasar por la Casa Blanca a George Bush, Bill Clinton, Barack Obama, Donald Trump, y ahora a Joe Biden. Demócratas y republicanos. Dos partidos políticos que se alternan por voluntad de sus electores. En cambio, desde hace veinticinco años en Venezuela solo ha gobernado el PSUV, que en realidad no es un partido político, sino u a franquicia cubana que ni siquiera realiza elecciones internas de sus autoridades.
El presidente venezolano actual no fue candidato resultado de unas primarias, sino una especie de heredero nombrado a dedo por un presidente moribundo que, como los reyes, abdica y nombra su sucesor. Cuando la barca de Caronte ya lo esperaba, en cadena radiotelevisiva nacional le dijo a todos los venezolanos algo así como “hoy he venido a informarles que el próximo presidente de la República debe ser Nicolás Maduro. Porque así lo he decidido. Porque sigo siendo el rey”. Y de inmediato, el aparato goebbeliano rojo inundó el país de un grafismo con los ojos de Chávez que vigilaban a los ciudadanos para que votaran por Maduro.
Salvo que haya elecciones libres, que obviamente ganará María Corina Machado, el 2 de febrero de 2024, el chavismo estará a solo tres años para superar al gomecismo, la dictadura más larga que ha vivido Venezuela. Aquella que duró entre 1908 y 1935, cuando el militar tachirense se hizo morir el mismo día de la muerte de Bolívar.
Al caer el sol el 2 de febrero del 2027, si no hay elecciones libres, repito, el chavismo se convertirá en el número uno del top ten de las dictaduras más largas y crueles de Venezuela. Un régimen que no será fácilmente olvidado. Por sus récords mundiales.
El país con la más grande y larga inflación en la historia del capitalismo. El país con el fenómeno migratorio más grande del siglo XXI. Ni siquiera el sirio, producto de una guerra civil, y el ucraniano, producto de la invasión brutal del gigante ruso, lograrán superar la cifra nuestra que en 2024 superará los 9 millones de emigrantes. Si sigue el dominio rojo. El único país latinoamericano —ni siquiera Haití o Bolivia, en sus peores años—, que ha sido declarado víctima de una crisis humanitaria global.
El chavismo nos dañó la vida a ya casi 8 millones de venezolanos que hoy quisiéramos estar en nuestra casa, en nuestro país, con nuestras familias y los más queridos de nuestros amigos. Unos mirando al Ávila, otros las montañas andinas o el verde esmeralda que brota del Caribe, muchos todas las palmeras borrachas de sol del piedemonte llanero o a orillas del largo viaje del Orinoco desde la Amazonia hasta el mar, sin tener que leer todos los días en las redes sociales las noticias de amigos que recogen dinero a través de un go fund me para poder tratarse un cáncer o sobrevivir a un covid severo.
Seguramente el 2 de febrero de 2024 habrá un desfile militar en Los Próceres. El presidente espurio se paseará en un Cadillac descapotado con el mismo gesto arrogante de Pérez Jiménez. Lo acompañarán Díaz-Canel, Evo Morales, Daniel Ortega y tal vez Lula. Petro quizás no se atreva (¿o sí?). Al chavismo nunca lo olvidaremos. No debemos olvidarlo. Es un deber patrio. Como dice la poeta rumana Ana Blandiana, mientras no haya justicia, la memoria es una forma de ejercerla.
Artículo publicado en el diario Frontera Viva