La democracia es la libertad, institucional, constitucional y políticamente organizada.
Es solo una definición más, una de las tantas que circulan y, recién formulada, no tiene pretensión de ser absoluta. La he propuesto porque, además de parecerme cierta, integra elementos necesarios para dar sentido a las palabras de este artículo. Nada más.
1.
Al unir los conceptos libertad y democracia parto de una premisa no política sino más bien filosófica, y es la siguiente: La libertad es constitutiva al ser (al humano en este caso) pues para ser, el ser necesita de la libertad de ser. Un ser coartado, bloqueado, impedido, sea por razones internas o externas, no puede desarrollar su potencia de ser. Por esa razón, para expandir nuestro ser, necesitamos de condiciones las que, en nuestra primera infancia es la madre, después el padre, después la familia, después el entorno social, político, cultural, al que para abreviar llamamos “sociedad”. En un orden democrático, esa sociedad, o conjunto de asociaciones, ha de ser jurídica y constitucionalmente organizada en un sistema de derechos y deberes. Eso significa que nuestra libertad, para que sea verdaderamente libre, tiene que estar sometida a límites.
Una sociedad donde cada uno puede hacer lo que quiera, sería a-social y, por lo mismo, no garantizaría la libertad de nadie. La libertad absoluta no es libertad, menos aún en un espacio humano donde la regulación por medio de los instintos, como ocurre en el caso de los demás seres vivos, desempeña un papel muy secundario. Es por eso que, si me pidieran una palabra que condense lo que el humano puede llegar a ser sin instituciones y sin constituciones que lo protejan de los demás y de sí mismo, se me viene a la mente una sola: Haití.
2.
Estoy laborando con la siguiente paradoja: Las instituciones y las constituciones limitan la libertad para que haya libertad. Sin embargo, ni las constituciones ni las instituciones garantizan por sí solas la libertad del ser. En ciertos casos las constituciones y las instituciones limitan o coartan la libertad de ser. Me refiero a monarquías absolutas, a dictaduras teocráticas como en Irán o Arabia Saudita, a dictaduras militares como las del pasado siglo en América Latina o en la actual Siria, a dictaduras de partido único como en China o Cuba, a dictaduras dinásticas como en Corea del Norte, a regímenes autocráticos como el de Putin en Rusia y en América Latina como el de la Nicaragua de Ortega o el de la Venezuela de Maduro.
En todos esos países los mandatarios pueden vanagloriarse de mantener, incluso regirse, por una Constitución anidada en instituciones. Y, sin embargo, esas dos instancias no garantizan ninguna libertad. Todo lo contrario: en los países nombrados son y actúan como mecanismos de represión. Eso quiere decir que las mejores constituciones e instituciones del mundo no garantizan la libertad si falta el tercer elemento constitutivo a toda democracia; me refiero a la política. Y la razón es evidente: sin política no hay polis. O lo que es igual: hay habitantes, pero no hay ciudadanos.
Por cierto, la práctica política tampoco garantiza por si sola una democracia bien constituida. Pero sin política, y esta es una elemental tesis, no puede haber democracia. Ahora bien, la política es lucha política. En ese punto tenía razón Carl Schmitt: sin antagonismo o lucha de contrarios, la que para Schmitt es siempre entre “amigos y enemigos”, la práctica política es imposible. Abandonando ahora a Schmitt, podríamos afirmar que la política pone en forma a la democracia, en tanto con su práctica se conecta con la Constitución y con las instituciones, no solo para regirse por ellas, sino también para modificarlas e, incluso, en determinados momentos, para cambiarlas.
Las grandes luchas políticas de la modernidad han logrado introducir y abolir leyes y construir nuevas instituciones. La democracia, quiero destacar, es ampliada mediante la inscripción constitucional que dejan las grandes luchas cuando desde lo social o de lo cultural se convierten en políticas. Ocurrió así con la grandes revoluciones democráticas en Estados Unidos y en Francia y luego en todo el Occidente político; ocurrió también con las grandes movilizaciones obreras del espacio occidental; y ocurre hoy con la gran revolución sexual (o si se prefiere, de género) del siglo XXl, la que modifica desde su raíz los ordenes familiares, culturales, profesionales y socioeconómicos vigentes.
Podríamos decir entonces que la democracia no termina nunca de hacerse. La política –entendida como lucha permanente de contrarios– es el medio a través del cual la democracia se hace. O se conquista.
3.
Entonces volvamos a la definición inicial: «La democracia es la libertad institucional, constitucional y políticamente organizada». Faltando uno de esos «elementos», las instituciones, las constituciones y la política, no puede haber democracia, pero sí puede haber –retengamos la idea– lucha por la democracia.
Las luchas por más democracia son constitutivas a todo orden democrático. No ocurre así en los países dominados por instancias antidemocráticas. En ellas, las luchas por la democracia adquieren un carácter subversivo. Más todavía, las ideas que esgrimen los luchadores por la democracia en esos países tienen una impronta definitivamente occidental. De ahí el odio que destilan todos los gobiernos antidemocráticos hacia el Occidente político.
Occidente fue en su origen un espacio geográfico; después fue entendido como un espacio cultural. Hoy Occidente es entendido, sobre todo por sus enemigos, como un espacio político. O más aún: como el espacio de la política.
No a la cultura occidental, como imaginó Samuel Hungtinton, mucho menos a su ciencia y tecnología, tampoco a su economía (China es la segunda potencia capitalista mundial), pero sí a las democracias, los jerarcas del mundo antidemocrático han declarado la guerra a Occidente. En primer lugar a ese Occidente interno que anida en las luchas democráticas que reprimen en sus propios países, y en segundo lugar a ese Occidente externo formado por el conjunto de naciones democráticas del mundo. Es por esa razón que la guerra que una vez comenzó con la invasión rusa a Ucrania es entendida hoy por Putin, no como una guerra de expansión territorial, sino como una guerra al Occidente político y democrático.
Como hemos dicho en otras ocasiones, Putin ha convertido a Rusia en la vanguardia militar de la guerra al Occidente político. Observando con atención, estamos frente a un hecho históricamente inédito. Por primera vez en la historia de la modernidad, los Estados antidemocráticos, cualquiera sean las doctrinas que profesen sus mandatarios, se han aliado implícita y explícitamente en contra del orden democrático mundial. La invasión a Ucrania ha trazado la línea divisoria. Basta mirar el mapamundi: la guerra de Putin a Ucrania cuenta con el apoyo de casi todos los regímenes antidemocráticos del mundo. A la vez, Ucrania es apoyada, más simbólica que militarmente, por todas las democracias del mundo.
No deja de ser sorprendente constatar que el eje antidemocrático mundial se encuentra hoy manejado por cuatro naciones que, a lo largo de sus historias, nunca han conocido la democracia ni como forma de gobierno ni mucho menos como modo de vida: La Rusia imperial de Putin, la China del Partido Único de Xi, la Corea del Norte dinástica de Kim Jong-un y el Irán teocrático de los ayatolás. Alrededor de ese cuadrado dictatorial se han articulado organizaciones económicas internacionales creadas principalmente por China (al estilo BRICS) una enorme cantidad de países que tienen como característica común ser dominados por regímenes dictatoriales o autocráticos, o simplemente por democracias híbridas como las de Turquía y Hungría o, lo que es parecido pero no igual, por dictaduras híbridas como las de Nicaragua y Venezuela.
Se equivocó pues Huntington: la que comenzó en Ucrania y las guerras que de aquí en adelante seguirán, no son ni serán guerras de civilizaciones ni de culturas sino guerras cuyo objetivo declarado es destruir la hegemonía de la democracia por sobre la antidemocracia a escala mundial. Ucrania es el comienzo, sigue Gaza, ya se anuncia en los Balcanes, late en Asia Central. O para decirlo en términos tradicionales, la que comienza a tener lugar a partir de la invasión rusa a Ucrania será una guerra irregular y prolongada. Pero a nivel mundial. Esa también es la razón que explica por qué la guerra de Putin a Ucrania parece no tener fin. Esa guerra trasciende efectivamente a Ucrania y los gobernantes de las naciones más cercanas a Rusia (Polonia, Finlandia, los países bálticos) sienten sus ruidos. La guerra iniciada por Putin es una guerra en contra de la razón democrática. Ucrania es solo un comienzo. Así lo entiende el mismo Putin.
Gracias a la guerra a Ucrania, Putin ha encontrado ventajas que nunca habría podido obtener en tiempos de paz. La primera de esas ventajas es que la guerra ha creado por sí sola los mecanismos para edificar “un estado de excepción en permanencia”, sentando las bases para que apareciera en Rusia el tercer régimen totalitario de la historia universal (los primeros fueron el nazi y el stalinista) y el primero de la era digital. La segunda ventaja es que al lograr el apoyo de Xi mediante un obsceno juramento pre-político de “amistad eterna”, apenas 20 días después de la invasión a Ucrania, Putin entregaba la economía rusa a China pero, a la vez, obtenía la batuta para dirigir la guerra a Occidente. La tercera ventaja, es que mediante la formación de un nuevo núcleo antidemocrático, al que se agregaban Irán y Corea del Norte, y alrededor del núcleo las dictaduras de la tierra, Rusia podía seguir ostentando su rol de gran potencia, el que nunca podrá jugar en tiempos de paz, compitiendo en los terrenos de la economía y, mucho menos en los de la hegemonía cultural.
En cierto sentido Putin ha sustituido la consigna de Marx: “proletarios del mundo, uníos” por la de “dictadores del mundo, uníos”. La diferencia es que Putin ha logrado su unión.
4.
Las guerras del siglo XXl iniciadas desde el núcleo antidemocrático (Rusia, China, Irán y Corea del Norte) más una multiplicidad de dictaduras dispersas, al ser dirigidas en contra de las democracias, persiguen objetivos políticos mediante la aplicación de medios militares. Pero eso no significa que los dictadores renunciarán a la aplicación de medios políticos. Por el contrario, los utilizan, pero para ponerlos al servicio de la lógica de la guerra. Ahí reside la gran ventaja de Putin sobre Xi (la única, quizás).
Putin ha logrado crear un sistema de adhesiones políticas antioccidentales no solo entre gobiernos dictatoriales y antiautoritarios, también activando movimientos de extrema derecha e incluso de extrema izquierda, tanto en Europa como en América Latina. En ese sentido la guerra a la democracia toma formas políticas y militares a la vez. Así se explica por qué muchas democracias se sienten amenazadas desde fuera y desde dentro a la vez.
La guerra política contra Occidente adquiere rasgos no solo antioccidentales sino también interoccidentales. De este modo, cada triunfo electoral en donde los extremos políticos no democráticos logren imponerse será celebrado por Putin como una conquista militar.
Nunca la democracia occidental ha estado tan cerca de su ocaso. Si no aceptamos esa brutal verdad será imposible pensar acerca de las alternativas que restan.