Vivimos una etapa muy difícil, por decir lo menos. Ello ha traído consigo un atiborramiento de malas noticias, muerte, desesperanza, agotamiento físico y moral. Pero, el arte, en sus distintas manifestaciones, es un bálsamo que ayuda a sobreponernos en esta crisis planetaria. No se entienda que el arte es una medicina alternativa, una píldora o una vacuna contra el virus. No. El arte posee otra cualidad y es la de humanizarnos. Y es en este atributo donde me apoyo para escribir no sobre la hecatombe, sino sobre diversas manifestaciones artísticas que nos pueden servir como “hoja de ruta” durante este caos planetario.
Hoy quiero hablar sobre el Impresionismo y de sus orígenes; hacerlo obliga a rastrear los antecedentes, vínculos y arquetipos que lo nutrieron. Entre ellos, podemos considerar distintos movimientos como el clasicismo, es decir, el estilo del arte que tuvo su apogeo entre 1750 y 1820, y que fue influenciado por los cánones y los valores de la Antigüedad Grecorromana. El clasicismo surge entre el barroco y romanticismo; un momento durante el cual se produjo un cambio radical en el paradigma social a raíz de la Revolución francesa de 1789 y se da también el inicio a la Edad Contemporánea.
El clasicismo enfatizaba la perfección, la idea sobre la realidad; tenía su representación en la Académie y en la École des Beux-Arts. Los dos grandes nombres que siempre son citados como máximas autoridades referentes a esos momentos incipientes del Impresionismo son Jean-Auguste-Dominique Ingres y Eugène Delacroix. El primero, imposible de etiquetar, bien sea como neoclásico, o como romántico; y, el segundo, el máximo representante del Romanticismo. ¿Por qué si los impresionistas tenían ideas opuestas a la Académie y a la École des Beux-Arts, voltean su mirada hacia Ingres? Este tenía un dominio extraordinario del dibujo, además Ingres fue un elegante colorista, si bien no apoyaba sus obras en el color. ¿Qué decir de Delacroix? El grupo de pintores que constituía el llamado “Salón de artistas independientes de París” usa el color como el epicentro de sus pinturas; los impresionistas trabajaron a partir de la denominada “teoría de los colores” de las obras e investigaciones efectuadas precisamente por Eugene Delacroix.
Paralelamente, se da en Gran Bretaña una valoración por el paisaje, predilección no compartida por los clasicistas. El paisajismo inglés surge en Inglaterra entre 1770 y 1780 y se trata de una manera distinta de concebir el paisaje; los artistas que se decantan por este nuevo estilo usan una técnica basada en el dibujo con líneas precisas, y rellenan esos dibujos con colores, procurando obtener los contrastes de luz y sombra. Es importante enfatizar que, en esta nueva manera de ver el paisaje, el color está privilegiado sobre el dibujo. Así llega el siglo XIX, predominantemente siglo de pintores de paisajes, un verdadero enfoque innovador que, aunque sus inicios se dieron en Gran Bretaña, permeó a todo el mundo artístico europeo.
Es realmente un nuevo cambio de paradigma, pues no es tan solo una nueva técnica, es un cambio radical en la forma de encarar la naturaleza: estamos ante el Romanticismo.
Corresponde acentuar que JMW Turner (1775-1851) y John Constable (1776-1837) son los mejores exponentes de este nuevo estilo. Aun cuando son muy distintos entre sí, ambos consiguen darle al paisaje el papel de protagonista. Le proporcionan un tratamiento especial a la luz, a la atmósfera, a los colores. Estas características los convierten en “precursores del impresionismo”.
Si se nos pide que fijemos con claridad, exactitud y precisión el significado del Impresionismo, se nos viene a la mente, de manera inmediata, que sus representantes se trazaron como meta primordial plasmar la realidad tal y como esa realidad era captada por la vista; en pocas palabras, el Impresionismo estudia, investiga cómo incide la luz en los paisajes, así cómo percibimos los colores.
La denominación del Impresionismo nació como un calificativo más bien despectivo, dicho con la intención de mofarse de las “fallas” de una pintura que cuestionaba a una parte sustantiva del arte decimonónico. Fue acuñado por el crítico francés Louis Leroy, en el artículo titulado “Exposición de los impresionistas”, en el periódico Le Charivari, en 1874.
Los pintores impresionistas no incorporaban los temas referentes a la historia, o la religión, o la mitología. No. Ellos pintaban la cotidianidad que estaba relacionada con el paisaje, privilegiaron los temas cotidianos como el paisaje que circundaba al ciudadano, a la vida burguesa; estos temas facilitaban su propósito de exploración de los colores, de la luz y del movimiento.
Quiero hacer hincapié en que este movimiento surge en medio de un cambio radical de la sociedad durante finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX; es el momento durante el cual ocurren la Revolución Industrial, la Revolución francesa, imperio de Napoleón, restauración de los movimientos sociales y las reformas burguesas. El Racionalismo, como corriente filosófica, imperante en el siglo de las luces, se disipa, al igual que el Romanticismo. Se queda atrás en el baúl de los recuerdos la expresión artística donde el sentimiento, la imaginación y las pasiones son quienes rigen las distintas manifestaciones del arte.
Cuando surge el Impresionismo, segunda mitad del siglo XIX, como he señalado ut supra, ocurre un desarrollo económico en Europa. Se intensifica el comercio y, a medida del progreso que se da en la técnica, también se va consolidando la burguesía. La filosofía que va a imperar es el Positivismo; las ciencias son las reinas; se exige que todo se demuestre y se demanda la transformación del mundo. El arte se modificaba a la par de la sociedad.
Entre los artistas impresionistas más famosos se encuentran (orden cronológico): Camille Pissarro (1830-1903); Édouard Manet (1832-1883; Edgar Degas (1834-1917); Alfred Sisley (1839-1899); Paul Cézanne (1839-1906); Claude Monet (1840-1926); Jean-Frédéric Bazille (1841-1870); Pierre-Auguste Renoir (1841-1919); Berthe Morisot (1841-1895); Mary Cassatt (1844-1926); Gustave Caillebotte (1848-1894).
Hablar de arte, contemplar el arte, ejercer el arte realiza un cambio en nosotros. Le da respiración al Alma, tan necesitada en estos aciagos momentos planetarios y venezolanos de asfixia moral y espiritual. Decía René Huyghe: “El ser aislado o la civilización que no llegan al arte están amenazados por una secreta asfixia espiritual, por una turbación moral”.
@yorisvillasana