Dos acontecimientos políticos han sacudido los medios y las redes en los últimos días. En Ecuador, las protestas contra la eliminación de los subsidios al combustible incendiaron Quito y dejaron daños millonarios. En España, una sentencia del Tribunal Supremo contra los políticos que declararon ilegalmente la independencia de Cataluña paralizó la ciudad de Barcelona, incluido su importante aeropuerto.
Si hace décadas que ecuatorianos y españoles dejaron atrás las tristes dictaduras, ¿cómo es posible que una parte de la población siga pensando que destruir, bloquear carreteras o quemar edificios son métodos viables de entendimiento entre diferentes sensibilidades?
Resulta preocupante, porque, a diferencia de otros casos en el mundo, en ambos países los ciudadanos pueden expresar libremente sus opiniones, además de materializar sus preferencias políticas a través de las urnas. La idea de que, si no nos gusta una decisión gubernamental o judicial, la solución es quemar Troya, es una muestra clara de inmadurez emocional.
Sin respeto a la justicia y al orden institucional, solo nos queda volver a la ley de la selva. Cada justificación para arrasar con todo es, a la vez, una nueva justificación para que los de enfrente hagan lo mismo cuando se consideren contrariados por nosotros. Violencia llama violencia. Y, aunque las sociedades progresen económicamente, el odio social queda instalado durante muchísimo tiempo.
Es una buena noticia que el gobierno de Ecuador y los manifestantes hayan llegado a un acuerdo. El tema de los subsidios es complejo y casi ningún país puede permitírselos eternamente, pero lo que sí puede un gobierno es proteger a los más débiles.
Mientras tanto, los habitantes de la bella Barcelona parecen haber apostado toda su felicidad a la improbable separación de España. Yo, que soy un ciudadano del mundo, me pregunto si la pertenencia administrativa a un determinado lugar, en la próspera Europa, es razón suficiente para hipotecar una vida.
Todos tenemos sentimientos profundos sobre el lugar en que nacimos, pero la exacerbación del “origen” como fuente de privilegios y derechos siempre conduce al precipicio. Así lo demuestra la historia de la humanidad.
Mostremos nuestras disconformidades y expresemos libremente las ideas, pero siempre a través del diálogo, la empatía y el respeto al otro. Como dijese Platón, “la civilización es la victoria de la persuasión sobre la fuerza”. Y acompáñese todo de una meditación guiada, para calmar la mente y centrarnos en lo que de verdad importa.
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