En la vasta tradición oral de nuestra América, desde tiempos precolombinos, se tiene certeza que el espíritu, cuando acaba su vida terrenal sigue estando vivo. La evolución o condena del alma está ligada al desempeño del individuo en el mundo de los vivos. Si el difunto fue un ser bueno, su destino será lleno de luz y estará de vuelta a este mundo como algo alegre o agradable, los rayos del Sol, el fresco viento y el vuelo de las aves, si, por el contrario, fue cruel, este es condenado a regresar en medio de la oscuridad, será un ente del espanto, su presencia se anunciará con el trueno, el soplo frío del viento y hasta con imágenes grotescas. Para Carl G. Jung, la esencia del inconsciente es parte importante de los elementos presentes de la naturaleza. Entre los pueblos originarios hay un estado de entendimiento de la psiquis que se encuentra en un grado de desarrollo distinto al nuestro, para estas culturas la consciencia sobre el ánima, es que esta no es algo unitario. Muchos estudios sobre estos pueblos tratan de que para ellos el hombre tiene un alma dual, la suya propia y otra que se encuentra en contacto con la naturaleza; la que reside en una fiera, en un árbol o los elementos con la cual, el humano sostiene una conexión psíquica. Es un hecho psicológico suficientemente debatido que un individuo puede establecer una identidad inconsciente que lo une a otra persona o con un objeto inanimado. Todo esto ha sido un fecundo campo para el imaginario, nuestras tradiciones están plagadas de relatos místicos y sobrenaturales.
La tradición oral es la voz de las naciones. En esas voces permanecen los cantos de las madres, las alegrías de los niños desde tiempos remotos y el dolor de la tierra. En cada palmo de nuestro continente hay historias que nos remontan a los ancestros y nos ofrecen un enlace cercano con el origen de la vida, con la herencia étnica y con ese convulsionado y rico proceso que es nuestra conformación cultural. Si algo se encuentra en absoluta vulnerabilidad es esa extensa información sobre la experiencia de vida, las habilidades del hombre para conducirse en ella y la evolución de las relaciones sociales que se encuentran en las narraciones. Sí, los cuentos, son quizá, el más enorme conglomerado de identidad, en él habitan los miedos, la inventiva, el pensamiento, los saberes y las costumbres. Durante decenas de miles años, antes de la escritura, las vivencias, la historia y el conocimiento fueron pasando generación tras generación por medio de la palabra. Esa sustanciosa herencia sufrió mutaciones, aliteraciones, pero lo medular de su importancia sobrevivió a todos los procesos comunicacionales y a los avatares del tiempo. En la actualidad, es preocupante como linajes enteros desaparecen vertiginosamente, no solo en América, en todos los continentes fuentes del saber se extinguen y son lastradas al fondo del olvido. Día a día, es más evidente como el valor de la narración oral pierde influencia en las sociedades, la tendencia alarmante nos permite esbozar un futuro nada alentador. Estos legados sufren un quebranto en el traspaso hereditario de su acervo folclórico, histórico e idiomático.
El antropólogo y lingüista Vladímir Propp (1895-1970), estudiando las fabulas populares, descubrió elementos reiterativos que permitieron comprobar que existía una estructura constante en las narraciones orales. Con este hallazgo pudo crear un marco teórico: Las funciones de Vladímir Propp, treinta y un puntos recurrentes en los cuentos (regreso, engaño, reacción del héroe, castigo, el antagonista, tarea difícil, lucha, etc.), lo que nos demuestra como desde las fabulas de Esopo, el antiquísimo cuento hindú Panchatantra, el tenebroso mito de La Sayona, los Cuentos de Canterbury o la hermosa leyenda pemón de Takupi sobre el origen de Kerepakupai Vená (la caída de agua más alta del Mundo); todas las culturas están conectadas entre sí por medio del hombre, gracias al componente metafísico en el ser y su búsqueda de la trascendencia.
En culturas tan antiguas como la siria, el Hakawati (contador de historias) es un símbolo secular, siendo este un distinguido oficio; la destreza oral de estos narradores crea una atmósfera envolvente, llena de ensoñación. En el presente destaca la figura de Ahmad al Lahham, el último de ellos, quien con sus relatos en medio de la cruenta guerra en Siria se dedicaba noche a dar una tregua a los temores de los turbados ciudadanos de Damasco que acudían a escucharle. Un relato que está presente en nuestra memoria plasma de manera fascinante al Medio Oriente: Las mil y una noches, en él la enigmática , con astucia pero sobre todo con una desbordante capacidad narrativa, logra evadir la muerte noche a noche fascinando al sultán Shahriar, quien, después de mil y una noches de relatos, no solo había sido entretenido sino también educado sabiamente en moralidad y amabilidad por Scheherazade, convertida finalmente en su esposa.
En Venezuela hay una diversa y arraigada gama de tradiciones orales, en la tribu Warao existe el denoboarotu (dueño de los cuentos); los Guayúu tienen unas extensas crónicas, las jaeichi; el cachero es el personaje que narra con vernácula pasión en el Llano. Algunos cuentacuentos destacados son: el fallecido José Alberto Castillo, El Caimán de Sanare, alegórico juglar que gozó de gran prestigio en el estado Lara y el exterior; El caballo de los siete colores, El duende de la auyama o El toro cardenalito son algunas de sus afamadas narraciones. En Carabobo se encuentra el profesor Robinson Dávila, mejor conocido como Pío Lara, quien además dirige una escuela de cuentacuentos. Otro respetado narrador es Luis Cedeño quien por más de treinta años a recreado las narraciones con su peculiar estilo, Maritza Rojas quien trabaja en programas de prevención para niños, Armando Quintero y su proyecto Los cuentos de la vaca azul, así como el desaparecido artista zuliano, Víctor Rodríguez, El hombre del traje amarillo. Es importante hacer referencia al valioso trabajo de investigación de Daniel Sequera para la Universidad de Carabobo, El cuentacuentos: Pregonero de la narrativa oral latinoamericana y universal; en él se esboza el trabajo de grandes narradores.
En el núcleo familiar, el contar cuentos proporciona una buena cantidad de ventajas: permite que se crean vínculos afectivos entre los padres e hijos o los abuelos y nietos, adicionalmente es una excelente actividad que sirve para ir desarrollando lazos de socialización, inculcar valores y aporta bases para la reflexión y la comprensión. En la educación escolar es oportuno implementar entre los alumnos técnicas como las de Gianni Rodari, expuestas, en su libro Gramática de la fantasía (Giulio Einaudi Editore, 1973). En este texto, el escritor y pedagogo italiano establece conceptos como El binomio fantástico, el cual posibilita una estimulación creativa entre los estudiantes. El proceso creativo es innato a la esencia del ser humano, está en nosotros de forma latente, solo hay que abrir esos caminos.
La avasallante cultura tecnológica ha desplazado la literatura oral hasta convertirla en un vetusto recuerdo que pertenece a otras generaciones del colectivo. Esto no solamente nos ha desconectado con elementos de socialización o la estimulación del imaginario, sino que ha reducido drásticamente esa experiencia iniciática de la entrega del saber de padres a hijos. Al conseguirnos en los antiguos cuentos de nuestras historias, nos afianzamos con vigor a nuestro pasado, haciéndonos firmes herederos de ese ancestral viaje en la existencia, otorgándonos herramientas para la construcción de un mejor futuro. Gracias a la tradición oral nos hemos perpetuado en el tiempo al traspasar esta herencia, inmaterial pero fértil. Somos los sucesores de la hermosa tarea de contar sobre los que ya no están entre los vivos y avivar la emoción que inundaba a los niños cuando aquellas mágicas palabras daban inicio a los más inverosímiles y maravillosos relatos: “Había una vez…”
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