A propósito de la sentencia de la Corte Internacional de Justicia del 18 de diciembre, en la que esta se declara competente para conocer de la demanda de Guyana sobre la validez del laudo arbitral que nos amputa la Guayana Esequiba, y para decidir de manera “conexa” y definitiva “la controversia concerniente a la frontera terrestre” con aquella, hemos de acopiar lo que mucho nos cuesta a los venezolanos en esta hora: discernimiento y sentido de responsabilidad.
El régimen de Nicolás Maduro decidió no acudir al llamado de la Corte. Estuvo ausente en la audiencia oral respectiva. Calló ante los jueces y creyó, con su contumacia, ¿defender? los intereses superiores de la república. La Corte ha fijado los hechos, fríamente, a partir del párrafo 29 de su fallo. Son esos que, justamente, tienen trastienda desdorosa y hemos padecido los venezolanos desde la guerra por la Independencia.
La ensoberbecida Corona británica acepta firmar el Acuerdo de Ginebra de 1966 –logro histórico de los presidentes Rómulo Betancourt y Raúl Leoni– a fin de dejar atrás el debate sobre un acto de palmaria corrupción suya develado de manera póstuma en 1949, por nuestro abogado en la causa Severo Mallet Prevost, y sobre todo por tratarse de un laudo jurídicamente insostenible de acuerdo con los más elementales precedentes doctrinales y la jurisprudencia de la misma Corte. De allí lo obvio, “buscar soluciones satisfactorias para el arreglo práctico de la controversia”. En un tribunal internacional imparcial Inglaterra no tendría destino. Y Venezuela, como el resto de las naciones de América Latina –lo sabe aquella– es reacia a los juicios de límites dadas nuestras ingratas experiencias. Aún hoy nos atrincheramos en los medios diplomáticos que sostienen las expectativas e ilusiones, así sus logros sean nulos, como también se demuestra.
En esta fase preliminar, la Corte de La Haya ha dejado traducir su molestia por la rebeldía de Maduro, recordando que otro tanto hizo Estados Unidos, inútilmente, cuando le demandó Nicaragua. Y le recuerda –nos recuerda a los venezolanos– que cuando un Estado se abstiene de comparecer ante la Justicia no se le permite luego aprovecharse de su ausencia.
En una aproximación limitada como la presente, mera crónica de lo que observo y analizo con grave preocupación, explayarme sobre los aspectos jurídicos que me pueden hacer disentir en aspectos de lo ya sentenciado por la Corte, de nada sirve. Lo dejo para la cátedra. Tengo claro, eso sí, que el principio de libre elección razonada de los medios de solución enunciados por el artículo 33 de la Carta de San Francisco y encomendada por Venezuela y Guyana al secretario general de la ONU con fundamento en el Acuerdo de Ginebra, base de la actuación de la CIJ, mal puede cuestionarse. Lo advertí anticipadamente a colegas que comparten conmigo interés por el Derecho internacional. Carecería de sentido la disposición que autoriza la actuación del alto funcionario del Sistema de Naciones Unidas y le lleva a escoger la solución judicial, si esta quedase – en un vicio circular como el que nos trae hasta el presente – sujeta al posterior consentimiento de los Estados parte del Acuerdo. Es irrazonable. Y tampoco puede extrapolarse a la norma del artículo 33 citado el principio de elección progresiva y «entubada» de medios que fuera propio del Sistema Interamericano, por lo antes dicho. Es un resabio del pasado latinoamericano.
No es del caso, y por haber decidido la Corte no atender los otros reclamos presentados por Guyana en estrados, abordar lo que en distintas notas de los últimos veinte años explico, a saber, el comportamiento omisivo y declarativo de Hugo Chávez Frías y de Maduro sobre la cuestión con Guyana, a fin de horadar, justamente, las bases del Acuerdo de Ginebra. Lo que nos queda en buena lid es defender lo que en Derecho y en Justicia nos corresponde y ello solo es posible alegando en estrados, argumentando, demostrando lo insostenible del laudo de 1899 sin mengua de las contextualizaciones históricas que solo nosotros conocemos y Gran Bretaña ocultó ante sus colonos de entonces, sus víctimas. Ha llegado la hora, luego de 54 años. Urge que la nación esté a la altura del desafío.
La historia nuestra es aleccionadora respecto de los atavismos y los complejos de víctima que tanto daño aún nos hacen y son explotados por toda laya de traficantes de ilusiones. La desconfianza hacia Colombia nos llevó a rechazar, en 1835, el Tratado Pombo-Michelena. Perdimos el territorio de La Guajira, en nuestro costado occidental. Y cuando el país vuelve a ingresar en la deriva de sus mezquindades revolucionarias, desatadas las deslealtades y montadas las ambiciones sobre río sin madre, entre la Legalista, la Nacionalista, la Restauradora, se firma el Tratado de Washington (1897) que nos procura el Laudo del despojo esequibo, adoptado dos años después.
José Rafael Revenga elevó en 1822 su protesta ante la Gran Bretaña ya que sus colonos del Demerara y Berbice traspasaban hacia las tierras nuestras del lado del río Esequibo, y 47 años más tarde, mientras los «lyncheros» de José Ruperto Monagas se ocupan de agredir en las calles a sus adversarios, la Corona británica juega a las realidades crudas y mudas: “Existe un llamado país de Venezuela, que actualmente se debate en medio de la mayor anarquía, y cuyas «autoridades menores» no pueden siquiera considerarse como sujetos de Derecho internacional”. Así, dirigiéndose a los americanos, le expresan su “interés de adquirir parte del territorio” nuestro.
El silencio ante el tribunal más importante y reconocido del planeta puede tener costos que se nos harán irreparables. Entre tanto, las petroleras de mayor peso mundial apuestan dinerariamente a quien les da concesiones y ofrece la estabilidad que hemos perdido. ¿La omisión, me pregunto, es parte del proceso de destrucción?
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