La economía es un fenómeno social; surge de la sociabilidad inherente a la persona humana que, en procura del bien común, conforma todo tejido social, generando redes de relaciones de distinta naturaleza, incluidas las de tipo económico, configuradas en el intercambio de bienes y servicios.
No hay economía sin sociedad y no hay sociedad sin el hombre. Por ello, para conocer el fondo de toda fenomenología económica, siempre será necesario conocer la persona humana, que es sujeto, fin y fundamento de la vida social en todos sus ámbitos.
La sociedad está regida por un conjunto de leyes que se deducen de la razón humana; tiene un orden natural inherente al hombre, y el cual surge de su carácter relacional y también de su instinto-derecho de supervivencia. Ese orden natural, confirmado por la revelación bíblica, se muestra en leyes perennes, inmutables, que han marcado, marcan y marcarán siempre toda vida social (familiar, política, económica, etc.); sin excepción geográfica, cultural, racial ni de ningún otro tipo. No son leyes de obligatorio cumplimiento; no tienen un carácter vinculante; pero son reglas sin cuyo cumplimiento se verá ineluctablemente afectado el orden social. Son como “instrucciones del fabricante” para el sano y correcto funcionamiento de la sociedad.
El hombre –y el gobierno como expresión de su autoridad sobre la comunidad política– en ejercicio de su libre albedrío y voluntad, podrá optar por la observancia o no de estas leyes naturales; sin que haya un aparato de autoridad que le constriña a su cumplimiento, porque no se trata de normas jurídicas. Empero, el soslayo de tales leyes siempre generará consecuencias inexorables y perfectamente previsibles que, como ha quedado evidenciado a lo largo de la historia, más pronto que tarde terminarán materializándose, en perjuicio del hombre y de la sociedad.
Las leyes naturales que rigen el orden social pueden ser soslayadas por el hombre, pero nunca derogadas por este, porque la humanidad no es legisladora sino destinataria de las mismas; una destinataria a quien el Divino Legislador no le ha impuesto obligación de cumplir, sino que –desde su omnisciencia y amorosa providencia– le advierte de cuál es el camino correcto para alcanzar su propia plenitud, bienestar y desarrollo.
El ámbito de la Economía no escapa al imperio de estas leyes naturales. Su inobservancia en dicho ámbito, ineluctablemente, terminará generando siempre el caos, del que serán víctimas todos los agentes económicos, y muy especialmente los más débiles: las familias más pobres. Por mucho que, con sus seductoras utopías, la cerrazón ideológica lleve a la adopción de sistemas contrarios a este orden; con ello la sociedad solo logrará su autodestrucción.
Políticas económicas que desconozcan la naturaleza humana y el orden natural de la sociedad en su dimensión económica, que es el mercado; ocasionarán flagelos como la carestía, el desempleo, el desabastecimiento, la inflación y la pobreza extrema y generalizada.
Conforme a ese orden natural, el hombre –ontológicamente libre– necesitará, procurará y exigirá siempre el respeto a su justo y adecuado ámbito de libertad; el cual también abarca sus actuaciones en el orden económico, marcadas por el instinto de supervivencia personal, pero a la vez sublimadas por la empatía y el espíritu de solidaridad, que también son expresión de ese instinto de supervivencia humana, pero en su dimensión comunitaria.
El hombre, por su condición gregaria, podrá estar abierto a un cierto margen de reducción de su libertad individual en beneficio del bien común, el cual implica el beneficio de la comunidad a la que se pertenece, pero sin injusto daño para sí mismo. El bien común es el bien del hombre en su dimensión social (el “nosotros”), pero sin un irrazonable perjuicio en su dimensión personal (el “yo”). Lo que quebrante ese orden natural de la sociedad, será concebido por el hombre como irrazonable; ergo como injusto; y ello generará reacciones previsibles, capaces de comprometer la paz social (“La justicia irá delante de él, y la paz sobre la huella de sus pasos”. Salmo 85).
Una economía sana y robusta requiere que el Estado respete y fomente las libertades inherentes a los agentes económicos, los cuales no son más que personas humanas, actuando individual o grupalmente, en procura de la satisfacción de sus necesidades materiales. Y, por ello, todo autoritarismo sobre los agentes económicos (asfixia regulatoria), y todo estatismo (violación del Principio de Subsidiariedad), termina destruyendo la economía y afectando al mercado como expresión natural del orden social en el intercambio de bienes y servicios.
El derribo –no caída sino auténtico derribo– de la economía venezolana a manos del castro-comunismo chavista, es claro ejemplo de cómo la inobservancia del orden natural en el intercambio de bienes y servicios, termina ocasionando un grave daño a la humanidad.
Para 1999 –año de la ascensión de Hugo Chávez al poder– Venezuela aún era país receptor de inmigrantes, que encontraban oportunidades para su desarrollo personal y familiar. Nuestra economía, pese a no encontrarse en su mejor momento histórico, presentaba datos considerablemente más favorables que los actuales, entre ellos, los siguientes: crecimiento económico (1999: 3,2% – 2019: -25%); PIB per cápita (1999: 3.973 dólares – 2019: 3.374 dólares); reservas internacionales (1999: 15.000 millones de dólares – 2019: 8.000 millones de dólares); inflación (1999: 23% – 2019: 3.300%, la más alta del mundo); desempleo (1999: 18% – 2019: 47,2%); pobreza (1999: 49% – 2019: 87%); precio del dólar (1999: 573 bolívares – 2019: el equivalente a 2.754.200.000 bolívares en su valor de 1999); deuda pública (1999: 29.000.000 de dólares – 2019: 140.000.000 de dólares). Las cifras son más que elocuentes.
Los altos personeros del régimen castro-chavista, recurriendo a un ardid típico del comunismo, tienen largos años justificando los pésimos resultados de su gestión gubernamental, en una supuesta agresión de la que estarían siendo víctimas por parte de sus “enemigos internos y externos”, tal como, respectivamente, califican al empresariado venezolano y al gobierno de Estados Unidos; los cuales –a su decir– les habrían declarado una “guerra económica”.
Ante la mirada de cualquier opositor desprevenido, aquello de la guerra económica podría parecer no más que un ardid comunicacional; una burda excusa de un gobierno inepto, absolutamente incapaz de tener éxito alguno en sus políticas económicas.
En el debate político, el liderazgo opositor ha negado reiteradamente la existencia de tal guerra económica; quizás por partir de la premisa –cierta en todo caso– de que el estrepitoso fracaso económico “hecho en socialismo” no obedece sino a la propia gestión del “gobierno revolucionario”.
Coincidimos en que el hundimiento de la economía venezolana no obedece a la mano de Estados Unidos, ni mucho menos a las del oprimido empresariado nacional. Pero diferimos en que no exista tal guerra económica.
A nuestro modo de ver y entender, es indudable que dicha guerra sí ha existido y, de hecho, aún se encuentra en pleno desarrollo. La economía venezolana ha estado siendo impactada sistemáticamente en su línea de flotación durante dos largas décadas. Pero el régimen chavista-madurista no ha sido el atacado sino el atacante; no es la víctima sino el victimario de este feroz ataque, que ha desconocido prácticamente todos los principios y leyes del orden natural de la sociedad y del mercado. Y justo por ello no dudamos en referimos a un derribo en vez de una caída de la economía.
Desde sus albores, la tiranía castro-comunista instaurada por Hugo Chávez, con su excesiva intervención estatal, su control cambiario con fines políticos, su asfixia regulatoria sobre el empresariado, y su grosero irrespeto a la propiedad privada, entre otros desmanes; ha desplegado un formidable arsenal de armas de destrucción masiva contra la economía venezolana.
Esta guerra económica ha sido declarada contra Venezuela por su propio gobierno: un régimen necio, ciego, sordo; capaz de llevar a cabo la gestión económica más suicida que haya podido tener país alguno. El poder es la tentación intrínseca del autodenominado socialismo del siglo XXI, que no es más que comunismo al estilo chavista; y ello ha quedado evidenciado en que estos estadistas del mal han sido capaces hasta de destruirlo todo, solo para lograr la dominación del pueblo y seguir reinando, aunque sea sobre cenizas.
El control cambiario impuesto por más de 16 años para la sumisión del empresariado, ha generado una ingente red de corrupción, y ha logrado la perversión de la economía que hoy sufre el pueblo venezolano. Las expropiaciones caprichosas, surgidas del odio y de la envidia, han ocasionado huida de capitales y el desestímulo de la inversión privada. La asfixia regulatoria ha estrangulado al sector privado, relegando nuestro índice de libertad económica al puesto 179 de una lista de 180 países; ubicándonos por debajo de Cuba, que ocupa el puesto 178, y solo por encima Corea del Norte, que ocupa la posición 180.
La expropiación de empresas ha traído consigo la improductividad y la ineficiencia en la generación de bienes y servicios. El ingente gasto público del populismo chavista ha quintuplicado la deuda pública entre 1999 y 2019. El retroceso en la apertura petrolera hizo que Venezuela pasara de producir 3.200.000 barriles diarios en 1999, a solo 742.000 en 2019; siendo hoy Pdvsa una especie de alambique, triste caricatura de la que otrora fuera una de las empresas petroleras más grandes y eficientes del mundo.
Los “vencedores” de esta guerra se encuentran hoy henchidos de poder; exhiben impúdicas fortunas mal habidas; y sus hijos pueden ser vistos en países del primer mundo, viviendo como magnates a costa del hambre de todo un pueblo.
En esta guerra, las empresas pulverizadas se cuentan por más de 370.000; los caídos por desempleo alcanzan la mitad de la población; los refugiados hoy se aproximan a los 5 millones, y para el año próximo alcanzarán los 6,5 millones según Acnur. Pasearse por la mayor zona industrial del país (Valencia) es como atravesar la soledad de Hiroshima justo después de haber sido arrasada por la bomba nuclear. A lo largo y ancho del país, no hay que hacer esfuerzo alguno para ver al hombre nuevo “hecho en socialismo” deambulando por las calles, mimetizado con la basura putrefacta entre la que busca su pan de cada día.
Esta guerra ha aportado un inmenso botín para los aliados del perverso comunismo chavista. China y Rusia, respectivamente, amasan créditos contra el tesoro venezolano, por el orden de los 62.000 y los 3.000 millones de dólares; y adicionalmente, Rusia está por hacerse de la mitad de las acciones de Citgo (estratégica filial de Pdvsa en Estados Unidos); ello como ejecución de una inefable garantía que le fuera otorgada por el régimen chavista. Por su parte, el vividor régimen cubano ha estado recibiendo, por más de 14 años, unos 100.000 barriles diarios de petróleo venezolano a precio de gallina flaca; lo cual no solo le ha permitido satisfacer casi gratuitamente su demanda interna, sino que también le ha hecho enriquecerse mediante la reventa de buena parte de ese petróleo a precios de mercado internacional.
Sin duda que ha habido una guerra económica; es una guerra en la que un solo bando ha disparado, y ese es el régimen comunista de Chávez y Maduro, actuando ambos en contra de los intereses de la nación venezolana.
Hoy, los soldados rasos del comunismo chavista (sus propios adeptos) carecen de todo bienestar económico; sufren la hambruna al igual que los opositores a quienes tanto agredieron moral y físicamente. El hambre no distingue entre culpables e inocentes en esta guerra.
Hoy, muchas de las víctimas de tan brutal agresión, integramos la inmensa diáspora venezolana esparcida por el mundo; y, en medio de las dificultades propias de la migración forzada, nos mantenemos solidarios con el dolor de nuestra gente en suelo patrio; incluso con aquellos que han sido –y quizás aún son– “soldados” del ejército agresor: nuestros propios familiares adeptos al chavismo; por quienes siempre oramos, y a quienes, por amor, no dudamos en ayudar para que, en alguna medida, puedan paliar el sufrimiento que se han autoinfligido. No en balde somos un pueblo mayoritariamente cristiano. En medio del estruendo de esta apocalíptica guerra económica, no dejamos de oír la voz de Nuestro Señor: “Amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen”.