OPINIÓN

Guaicaipuro bailando reguetón

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

De la ley antibloqueo, una aberración jurídica según unánime parecer de respetados constitucionalistas, se ha dicho todo. O casi todo. No seré yo quien insista en el manoseado asunto. Tampoco procuraré involucrarme en las disputas entre generales por el control de las fronteras, y referirse a los habituales errores y fracasos de una administración sin luces ni frenos es arar en el mar o predicar en el desierto —¡ah, los lugares comunes!—. A diario,  la insoportable e impresentable Delcy con taparrabo, perdón, tapaboca, nos salpica con cuentagotas de cifras relacionadas con la pandemia, equivalentes a un tercio o menos de las auténticas, mientras la prensa digital independiente da  cuenta de los desaguisados rojos: “CVG Alcasa es un cementerio de chatarra china”; “Tres barcos petroleros están en cuarentena por covid-19”; “Producción de gasolina en Cardón llegará a 100.000 barriles diarios antes de diciembre”. Y estos son apenas tres titulares aparecidos en un portal informativo el martes 13, ¡zape! Ese mismo día, algunos medios privilegiaron como primicia la muerte de un tal Maikel a manos de efectivos de Policarabobo, acusado de hurto y homicidio. Drácula está saneando el Poder Judicial, pensé, dada la similitud entre el prontuario y la gracia del abatido o ejecutado delincuente con las señas de identidad y el expediente del magistrado supremo y, ¡albricias!, ya tenía tela de donde cortar y consumar mi fechoría dominical; no obstante, poco duró la confusión y entonces decidí hilvanar variaciones sobre el manido tema del descubrimiento del mal llamado nuevo mundo, valiéndome principalmente de anteriores divagaciones de mi autoría. He aquí el batiburrillo resultante.

No sé si conversaron mediante una de las muchas formas de comunicación puestas por la telemática al alcance de cualquiera, pues no parece capricho del azar, sino más bien dictado de la necesidad —necesidad de obliterar la atención ciudadana de sus acuciantes problemas— , la cantinela de un dúo concertante al celebrarse un aniversario más del desembarco, en 1492, de un marino genovés en territorio hasta entonces inexistente en la cartografía cristiana de Occidente (y en la pagana de Oriente), seguramente inspirada en los anacronismos patrioteros de Hugo Chávez y el tercermundismo mental del eje Sao Paulo-Puebla. Me refiero naturalmente al guarimbero de El Zócalo, Andrés Manuel López Obrador, presidente de los Estados Unidos Mexicanos, y al metrobusero Nicolás Maduro Moros, gobernante de facto de la República Bolivariana de Venezuela —tantas mayúsculas me provocan repelús—,  quienes, a propósito del 12 de octubre, y cada uno a su manera, dieron otra vuelta de tuerca a su hispanofobia, exigiendo reparaciones y excusas al reino de España y al Vaticano en razón de las tropelías y desmanes de la conquista, colonización y evangelización de las tierras «descubiertas» por Colón y bautizadas por Vespucio con su nombre de pila (el suyo, no el del Almirante de la Mar Océana) y de los pueblos asentados en ellas. La requisitoria de AMLO incluye la vindicación del sacerdote Miguel Hidalgo (excomulgado y fusilado), padre de la patria mexicana, y se enmarca en el plan de la gran conmemoración, en 2021—Año de la Independencia y Grandeza de México— de 5 siglos de la Conquista, 2 de la emancipación y 7 de la fundación de Tenochtitlán, capital del imperio mexicano. Aunque, como maliciamos, la simultaneidad de sus delirios no es mera casualidad, es diversa la parejería del usurpador venezolano y son otros sus motivos.

No intento ni ambiciono aventurar alegaciones distintas a las ya esgrimidas cuando me he referido al revisionismo histórico —mitohistoria a juicio de Francisco Suniaga—, y el maniqueísmo indopopulista de una izquierda demodé en busca del tiempo perdido, urgida de trampas cazabobos para su quincallería ideológica, y de líderes circunstanciales, cuya vocación de eternidad y sentido del espectáculo reclaman engañosa originalidad —ésta, a juicio de Goethe, «no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro». Imbuido de basura dogmática y una pizca de Fanon, Castro y Galeano, nuestro gorilón rojo renombró, mediante edicto del 12 de octubre de 2002, el tradicional Día de la Raza con la pomposa y absurda denominación Día de la Resistencia Indígena— de acuerdo con la iconografía al uso, quienes dieron la bienvenida (es un decir) al hombre blanco no salían de su asombro ante la albura de su tez, sus vestiduras, armas, estandartes y demás parafernalia… perplejidad, mucha; resistencia, ¡nada!

Dos años después, una turba intoxicada con el veneno ultranacionalista del redentor barinés vandalizó y derribó el Monumento a Colón en el golfo Triste, obra del escultor Rafael Cova emplazada en las inmediaciones de la sinagoga de Maripérez y el parque Los Caobos (Paseo Colón), y arrastró la estatua del explorador de nacionalidad incierta al servicio de los reyes católicos hasta el teatro Teresa Carreño, donde fue sumariamente juzgada y condenada a ser colgada por los pies. En horas de la mañana de tan deplorable jornada, Chávez encolerizó a sus pandilleros mediante una arenga con ínfulas de clase magistral, plagada de estereotipos y las aburridas reiteraciones de quien habla mucho y piensa poco. Con esa «lección», aparentemente improvisada —en realidad ensayada narcisistamente—, glosa trasnochada de Venezuela heroica (Eduardo Blanco, 1881) y de un texto escolar digerido al caletre (Historia elemental de Venezuela del Hermano Nectario María), el petulante perpetuo deslumbró a Nicolás Maduro, a Diosdado Cabello, a Freddy Bernal, a Juan Barreto y a Jorge Rodríguez; por lo demás, era una ordinaria simplificación de  la «leyenda negra» —tesis tan peregrina como su refutación, la  «leyenda dorada»—, inherente a la estigmatización del proceso civilizatorio —y su correlato, el mestizaje cultural— operado durante la Colonia, derivada de su patriotitis crónica. El cotorreo chauvinista y el aguardiente de mano en mano o de boca en boca bastaron para ajustar cuentas con el temerario navegante y desterrarlo de las fiestas nacionales.

Había en una deslucida glorieta de Campo Alegre —no sé si la reurbanización vertical la borró del mapa (¿por qué la llamarán propiedad horizontal?)— vestigios de un monolito sin propósito bautizado por Paco Vera «monumento a la pendejada»; quizá, con ánimo de evitarle análoga suerte, la base de la escultura derribada en Los Caobos fue nombrada “pedestal de la dignidad”, otorgándole a la ausencia un abstracto significado, a ver si vislumbrábamos en el vacío obras jamás materializadas. En esa peana, a punta de falaces narrativas del pasado, erigieron una estrafalaria escultura de Guaicaipuro bailando reguetón o una ritual danza macabra archivada en el imaginario de antropólogos egresados de universidades bolivarianas. Así, con la homoerótica anatomía tan cara al fascismo, al realismo socialista y al nuevo ideal nacional, prodigada en el patio por el abogado pintor Pedro Centeno Vallenilla en retratos de guerreros de equívoca virilidad, tenemos ahora en el Paseo de la Resistencia Indígena a un jerarca aborigen danzarín y retozón. ¿Trasladarán semejante adefesio a la autopista ya no más Fajardo? Tal vez de esta suerte lo disponga Maduro en su reforma toponímica. Cuando Marcos Pérez Jiménez preguntó quién era el emplumado y semidesnudo indígena retratado en un mural del hotel Maracay, alguien exclamó: ¡el cacique Conahotu! La anécdota viene a cuento porque Maduro amenazó con endilgarle a los espacios públicos nombres de unos cuantos caciques de fantasía.

Chávez mandó a quitar de la entrada del Parque del Este el medallón de Marisol Escobar con el rostro de Rómulo Betancourt; desde entonces, el apreciado pulmón vegetal de los caraqueños lleva el apellido del generalísimo y hasta una maqueta a escala 1/1 de la corbeta Leander llevaron al lago artificial destinada a suplantar la réplica de la nao Santa María. Mucho esperó el zarcillo para seguir el ejemplo de su mentor y oficiar de bautista. Se le adelantó García Carneiro, quien abominó de Vargas y donde se leía el nombre del ilustre médico ordenó colocar La Guaira. Porque le salió de los epiplones. El 2 de febrero de 2014 —nos informa el ya citado Suniaga— Maduro declaró: «Hay por ahí quienes todavía rinden homenaje a los genocidas. Todavía hay autopistas con nombre de genocidas. De Francisco Fajardo. ¿Y quién fue Francisco Fajardo? Un genocida». No supo ni pudo fundamentar su ligereza con argumentos de peso y estuvo rumiándola durante 6 años. Al fin, el lunes 12 — Fiesta Nacional de España, Columbus Day, Día de la Diversidad Cultural, de las Américas y de la Hispanidad—, nos enteramos: la principal arteria vial de Caracas se llamará a partir de ahora Cacique Guaicaipuro, ¡muera el mestizo margariteño! Pasará como con la avenida Victoria. Poca gente la llama Presidente Medina. Bien pudo el reyecito poner a prueba su atrevimiento y solicitarle a Iván Duque cambiar el nombre de Colombia por uno menos eurocentrista.

Gracias al despertar de la conciencia que generó el líder de la revolución bolivariana, Hugo Chávez, el pueblo de Venezuela ha recuperado el orgullo por sus raíces originarias”. Esta majadería la debemos, y adivinó usted estimado lector, al Sr. Maduro Moros; el venezolano siempre ha sido consciente de su mestizaje. Pero, para decirlo con palabras que debemos —así al menos nos los hizo creer Lars Saabye Christensen, autor de El hermanastro, (Halvbroren, 2001), espléndida novela versionada con acierto por la televisión noruega en miniserie emitida en 2013— a Phineas Taylor Barnum, señor indiscutible del circo ambulante, timador de altos vuelos, coleccionista de fenómenos y forjador de portentos y maravillas, “lo importante no es lo que ves, sino lo que crees ver”, axioma definitorio de la prestidigitación moderna y de la publicidad y propaganda del régimen, actividades supeditadas a las supercherías de Fray Nicolás, al mito del buen salvaje y al fanoniano síndrome del colonizado. ¡Se acabó! De momento. Y por favor, no sigan hinchándole las pelotas a Su Santidad Francisco I ni a Su Majestad Felipe VI.